Opinión | Entre el sol y la sal

Ea, ea, ea, Rociíto se cabrea

David Flores y Olga Moreno.

David Flores y Olga Moreno.

Está la cosa que arde, nunca mejor dicho. Más caliente que un balonazo en la oreja, que diría el Comandante Lara. Pasamos días y noches insoportables, haciéndonos a fuego lento, chup chup, como los potajes de las abuelas. Y para colmo va un hidroavión franchute y la lía parda a miles de kilómetros dejando a más de medio millón de españolitos sin electricidad. Ahorro para el bolsillo que nos acerca a la muerte por sofoco.

Total, que estaba yo sobreviviendo a la noche hirviente cuando me dio por poner la final de Supervivientes. No es que mi parienta insistiera en verla, no. No es que mi maquinita de regañar llevara todo el día recordándome que esa noche era la gran noche, tampoco. Es que yo, gran amante del faranduleo, decidí unilateral y voluntariamente añadir misterio a la vigilia y tragarme la gala final. Como ya saben, ganó Olga, la sevillana, la pareja de Antonio David, ex de Rocío Carrasco, el que era guardia civil, padre de Rocío Flores. Sí, hombre, sí, el yerno de la Jurado. Ganó Olga como digo, y con ello se le abrieron las úlceras a Carlota Corredera y demás abanderadas del neofeminismo televisivo. El pueblo habló y eligió a Olga, tirando así por tierra toda la ingeniería anti judicial orquestada desde Mediaset. El momento culmen, todo hay que decirlo, fue cuando apareció David, el hijastro, y se abraza a la ganadora como si no hubiera un mañana y le dice delante de toda España que es la mejor persona que ha conocido en su vida. Toma. Chúpate esa, Rociíto. Así, en toda la boca. Aún resuena el eco del zasca en Sebastopol. La misma cadena que te sirvió la terapia y el renacimiento en bandeja, va y te da donde más te duele. Supuestamente.

Me quedé atónito, ojiplático, y no paré de darle vueltas al asunto. Cómo era posible que millones de personas (26% de cuota de pantalla) estuviéramos pendientes de una banda de famosillos y sus desventuras guionizadas en una isla en el quinto carajo. Cómo era posible que nos hubiéramos dejado enredar en las intrigas familiares de una mujer que ni nos va ni nos viene, hasta el punto de perder amistades por defender a una u otra. Una mujer, Rociíto, a la que no se le conoce mérito ni oficio más allá de ser hija de. Avanzaba la noche calurosa y me preocupaba que las nuevas generaciones pudieran ver a Rociíto como ejemplo a seguir. Tú qué quieres ser de mayor. Yo quiero salir en la tele para decir que Fulanita no tiene coño. Contratada.

Y eso que yo no he seguido el culebrón con mucha atención. Lo justo y necesario. Quizás habré visto de vez en cuando el breve resumen que emiten antes de las noticias de las tres, y claro, mientras pelo los tomates y enharino los boquerones, pues qué quieres que te diga, cada uno se entretiene como quiere, que no tengo que darte explicaciones a ti de lo que veo o dejo de ver. Hombre ya.

La idea de Rociíto, nueva heroína del hembrismo patrio, cabreada como una mona con la victoria de Olga, me dejó tocado un par de días, con un desasosiego que me mordía la tranquilidad a cada rato, hasta que conocí el sábado a Adriana Cerezo. 17 años, portento físico, técnica depurada durante toda una vida, mente bien amueblada, magnífica estudiante y medalla de plata olímpica en taekwondo. Ejemplo de dedicación, disciplina y amor propio. Tres virtudes que las reinas de la audiencia no saben ni cómo se escriben.

Mujeres como Adriana, poderosa y admirable, te reconcilian con la idea de un futuro mejor, que aún hay esperanza. Hija mía, hoy cumples solo dos años, pero si alguna vez lees esto, apaga la tele y esfuérzate en perseguir tus sueños, que nada ni nadie te aparte de tu meta, hazte valer por ti misma y sé siempre fiel a tus principios. Porque tú, tú sí que tienes coño.