Opinión | De buena tinta

El bañador como mal menor

E l bañador es una prenda más que compleja que puede funcionar como herramienta de dispersión de la atención, o bien todo lo contrario. La trama depende, pues, de los niveles de autoestima, exhibicionismo, discreción y otros tantos para cuya enumeración no alcanzaría la columna.

Con todo, observen que el muestreo personal en bañador vuelve permisivas las visuales ajenas que bajo un telaje del mismo corte, pero con otra nomenclatura, quizá no lo fueran tanto. Es precisamente por ello que si yo entrara en el dormitorio de mi prima Pili, un poner, y la sorprendiera en paños menores, incluso de corte ancho, seguramente arrancaría de sus mejillas el rubor y la vergüenza. Pero claro, si Pili viniera de visita, otro poner, a la piscina de la urbanización y luciera un bikini minimalista de esos que si se pagaran por metro de tela saldrían a devolver, los pudores, sin duda alguna, los dejaría guardados en la guantera del coche.

Así, hay quienes seguimos sopesando el bañador con pies de plomo y a sabiendas de que lo que bien o mal aporta no es una solución definitiva. Seamos francos: llegados a cierta edad, las inercias tienden a evitar la exposición pública del desgaste corporal, salvo que uno se conserve o trabaje como aquellos que vigilaban la playa mientras corrían a cámara lenta. Y es que llegados, pues, al ecuador de la vida, si yo me topo en la playa con mis compañeros de oficina, mi irremediable inercia es la de ponerme la camiseta antes de saludar. Y que nada tiene de malo el desnudo, oigan, pero que, sin duda alguna, por ser de uno, cada cual debe decidir con quien compartir lujurias, detalles o miserias más allá de los convencionalismos de playa o piscina.

Porque hay cuadros, mire usted, que no son normales. Así, recuerdo a un muy querido profesor de aquello que llegó a funcionar bajo el nombre de BUP que refería estar en los vestuarios de no sé qué gimnasio cuando, de repente, va y coincide allí con varios antiguos alumnos que, tal y como Dios los trajo al mundo, fueron a darle la mano para saludarle sin tomar en consideración el expuesto juego penduleante de las bajuras que, irremediablemente, acá o allá, acompañaba los ademanes gestuales de la conversación en plan «bamboleo, bambolea, porque la vida yo la quiero vivir así».

Servidor, que lo sepan, no da la mano en gimnasios, por antihigiénico; ni en los vestuarios, por exceso. En cuanto a los bañadores, los prefiero de algún color cálido que resalte a fin de atraer las miradas como la abeja a la flor, redirigiendo así las pupilas más hacia la prenda que al examen abdominal, al tono muscular o al blanco nuclear de la epidermis. Además, la camiseta es un aliado indispensable y no sólo para la prudente y puntual cobertura, sino también para cribar las formas sociales del usuario. Porque cervecear o jugar a las cartas sin camiseta, incluso en un chiringuito playero, es una ordinariez tal como lo pueda ser comer sin quitarse el sombrero: ordinariez por defecto y ordinariez por exceso, respectivamente.

Con todo, encontrarán ustedes cuerpos hercúleos, helénicos, de ellos y ellas, que, a fuerza de matarse durante todo el año al ritmo de The eye of the tiger, aprovechan la coyuntura estival al máximo para mostrar esa desnudez que el verano permite y el invierno no: como en la película de La purga, pero a modo de postureo. Y tan es así que a estos ángeles y demonios de mármol, de repente, se les vuelan las camisetas, se las roban repentinamente de la hamaca o se las enfundan con veinte tallas menos porque, dicen, haber cogido, por error, ¡ay, qué despiste!, la del niño o la niña.

Por mi parte, no reniego de mi estampa, envejezco bien. Podría estar mejor, pero también mucho peor, para lo que ya se ve por mi generación. Pasados los cuarenta, me conservo digno y con pelo, lo cual es mucho. Allá quedaron esos años en los que, quizá, pudiera haberme moldeado para correr a cámara lenta y vigilar las playas; pero heme aquí que, hoy por hoy, con bañador y camiseta, el pelo mojado, el palique de los años y una jarrita de cerveza, no está uno ni tan mal. Incluso tengo mi público.