Opinión | La vida moderna Merma

El Pimpi. Como siempre

Década tras década, se ha conseguido que Málaga tenga, gracias a El Pimpi, un lugar de referencia, clásico y con seguridad

Gloria Fuertes y Antonio Gala en El Pimpi.

Gloria Fuertes y Antonio Gala en El Pimpi. / L. O.

Nuestra ciudad tiene, entre sus muchas particularidades, la capacidad innata de convertir en tradición la propia eliminación de éstas. Curioso y triste a partes iguales. Pero real.

Por eso, cuando algo cumple una mijita de años más de lo habitual, es necesario y justo celebrarlo. Y, ahora, le ha tocado a El Pimpi.

Un espacio histórico por su propia naturaleza y su posterior legado festivo lo convirtieron en espacio de alegría. Esas paredes llevan absorbiendo energías alegres y festividades desde hace muchísimo tiempo.

Los últimos en darles un empujón y crear lo que hoy disfrutamos fueron dos cordobeses, Cobos y Campos, quienes gracias a las recomendaciones de buenos amigos y artistas recalaban en nuestra ciudad con un proyecto ilusionante y con un pedigrí de categoría y solera como es el de Bodegas Campos en Córdoba.

Los inicios no se presuponen fáciles pero desde el principio supo dar la mano a la cultura andaluza, en el máximo sentido de la palabra cultura, y condicionar siempre sus actuaciones a algo tan necesario en nuestra tierra como el respaldo a todo lo que supure arte y cultura.

Década tras década, se ha conseguido que Málaga tenga, gracias a El Pimpi, un lugar de referencia, clásico y con seguridad. Y eso, en nuestra ciudad, solamente se puede hacer en lugares contados con los dedos de una mano.

Desconozco el quid que hace posible que en los predios de Alcazabilla y Granada puedan estar felices una familia de Bristol, un grupo de muchachos listos de papeles gracias al Moscatel, hombres y mujeres cerrando un negocio en un salón privado y una pareja conquistándose con sushi y vino blanco en una cita romántica.

Es tan valioso ese logro que siempre que apuestas por El Pimpi consigues quedar bien con el forastero, la familia o el amigo. Otro cantar es conseguir una mesa. Pero para eso tengo a Santi al que molestar siempre.

El Pimpi ha cambiado. A mejor. Mucho. Y se nota en la calidad. No es que antes no la tuviera. Pero el salto a mejor es muy notorio. Por eso ya hay vida más allá del vino. Y encuentras productos extraordinarios de los que enamorarse.

Pero hay algo de mayor relevancia y calado. Y quizá más importante que la calidad de los productos. Restaurantes buenos hay muchos. Y lugares con Beluga iraní chorreando por los lados de cualquier manjar puedes encontrar con relativa facilidad y dinero. Pero en su mayoría contemplan el entorno en el que habitan desde dentro. Asomados por la ventana y esperando la mayor de las glorias para quienes, exclusivamente, crucen el dintel de su puerta.

El Pimpi está en las antípodas. Es un universo distinto. Por eso es objeto de alabanzas, críticas y guasas. Porque hace cosas por la ciudad. Devuelve tanto como siembra. Y eso siempre se nota.

Una lista interminable de asociaciones, medios, instituciones y una amalgama enorme de entidades sociales tienen a El Pimpi como un mecenas que siempre está y ayuda. Parece bonito. Y lo es. Pero igualmente debe ser extraordinariamente tedioso. Y eso también merece reconocimiento pues, aunque el altruismo huye del reconocimiento, siempre es bueno que, al menos, haya una palmadita en la espalda.

Esta historia es larguísima y así seguirá siendo. De la época de humo y cultura con Gala y Gloria Fuertes, pasando por los suelos pegajosos en las ferias más canallas hasta al lustre que actualmente ofrece. El Pimpi d.B -después de Banderas-, se ha consolidado como una empresa que aporta muchísimo a la ciudad y es motivo de orgullo. Una segunda casa de muchos que nos sentimos representados por sus maneras y formas.

No hay Tío Pepe ni vino de Jerez. Ese drama mío personal está ahí y aún no se ha cambiado. Se entienden las filias. Pero yo quiero Tío Pepe. En cualquier caso, quitando ese detallito -gravísimo-, es una alegría que Málaga celebre medio siglo de una casa de solera que se une a un selecto, y por desgracia pequeño, grupo de bares, restaurantes y tabernas que hacen de nuestra ciudad un lugar mejor y más rico.

La vida de muchos y la memoria colectiva de la gran mayoría de nosotros pasa por esa bodega. El Pimpi era primera parada antes de ir a la plaza de la Merced -quedábamos allí para leer libros los jueves, viernes y sábado por la noche. Libros con hielo-. Pero conforme pasas de lechón a ternero cambias el chip y empiezas a valorar otras cosas. Y quizá hay unas generaciones que hemos crecido con El Pimpi.

Allí nos hemos puesto piripis y hemos comido montaítos para empapar. Pero también crecemos y aplaudimos el Jamón de Castaña, el servicio bueno y de calidad con camareros solventes y un personal extraordinario que sabe cómo comportarse en cada momento.

Me gusta escribir de bares y cocineros. Pero lo de hoy es sobre una institución.

El Pimpi da mucho a la ciudad. Pero la ciudad nunca podrá compensar la balanza.

Vinieron de fuera, como siempre; a emprender en busca del éxito, como siempre; y les fue tan bien que se quedaron, como siempre; y abrazaron a la ciudad y la cultura en respuesta ante tanto cariño, como siempre. Como El Pimpi.

Viva Málaga.