Opinión | ENTRE EL SOL Y LA SAL

He visto cosas

He pasado diez días encerrados que para mí se quedan. Hasta he visto a un granaíno pidiendo Cruzcampo y al doctor House errando diagnóstico

Imagen de archivo de dos turistas, en cuarentena obligatoria en un hotel

Imagen de archivo de dos turistas, en cuarentena obligatoria en un hotel / EFE

Por razones que no vienen a cuento me he visto obligado a guardar cuarentena, pero no se lo digan a nadie. He pasado diez días encerrado, 240 horas que para mí se quedan. Al principio todo iba bien y me entretenía con cualquier cosa, pero los segundos se fueron enlenteciendo, embarrando, y me encontré discutiendo conmigo mismo, quitándome la poca razón que suelo tener, incluso viendo cosas que nunca imaginarían.

He visto a Steve McQueen marcando paquete en el rio Yang-Tse, a un príncipe senegalés que me envía un correo pidiendo mi número de cuenta para ingresarme diez millones que tiene bloqueados en no se qué banco centroamericano, a uno de Podemos poniendo el aire acondicionado, la enésima reposición del Dr. House diagnosticando un lupus que luego resultó ser sarcoidosis, a una señora de 300 kilos a la que le entra cargo de conciencia por mojar sopas en un guiso de arroz con papas, a un amigo en Balay, una peli en la que no sale Dani Rovira, a un bombero torero diciendo que en su futuro manda él y nadie más, a un culé de Cuenca tragándose la rueda de prensa de Laporta en catalán, una glorieta de Marbella sin atascos, a un mejicano saltando bien del trampolín olímpico, a una esposa dando la razón al marido, unos manguitos de Peppa Pig buscando a su sirena, un tío que no suda comiendo cocido en agosto, un medallista que no reclama nada, a un granaíno pidiendo una Cruzcampo, y una C15 con un parasol de Mirinda en un beach club de moda. He visto los planos de tres maquetas y los catálogos de cuarenta termos, una señora que se acerca una concha al oído y oye a su prima la del pueblo, las webs de cien pisos que me compraría si pudiera, una radio que sólo sintoniza flamenco, vecinos de un piso turístico con más equipaje que educación, un helicóptero pegado al techo de mi salón, la trilogía autobiográfica de un tiktoker quinceañero, un coro de langostinos cantando Sabor salado, un cuadernillo inmaculado de Vacaciones Santillana, un gazpacho que soñaba con ser porra, un tío que sube a un taxi y ordena que no siga a ese coche, caballitos de mar buceando en la piscina de waterpolo, un rancio pidiendo helados de un solo sabor, una vajilla tan buena que nunca hay un evento a su altura y sigue virgen, una rotonda sin fuente que los borrachos cruzan de frente, y he visto a un niño preguntando mucho si falta poco.

La cuarentena ha terminado por fin y la mente ya no me juega malas pasadas. Salgo a la calle y compruebo que está todo correcto, como antes de aislarme. Las cosas siguen su curso e impera la coherencia. Paro en un quiosco y leo que un hombre de 77 años está en prisión por defender a los suyos. Entonces me pregunto si sigo encerrado, si la fiebre sigue haciendo de las suyas, o si, simplemente, la realidad no es más justa que mis alucinaciones.