Opinión | DE BUENA TINTA

Tiempo de silencio

Amanecer en la playa de la Malagueta

Amanecer en la playa de la Malagueta / Jorge Zapata

E l verano se asocia al privilegio de lo vacacional, de la jarana de estío, de la ausencia de obligaciones y, por supuesto, del quién sabe si merecido descanso. Que los ojos amanezcan ajenos a los horarios mientras el sol invade por goteo las rendijas de la persiana para derramarse en silencio sobre las formas y cordilleras que cada cual modula bajo las sábanas es un lujo absolutamente incuantificable. Uno se acuerda de Lole, la de Manuel, que vaya arte que tenía: “El sol vence tinieblas por campiñas lejanas, el aire huele a pan nuevo, el pueblo se despereza, ha llegado la mañana”.

En el dormitorio, todo es verano, todo es descanso, todo es silencio y encuentro con uno mismo. Porque no hay lugar donde uno sea más lo que uno es que en el silencio: tal cual, sin aderezos ni interpretaciones. Nadie es capaz de engañarse a sí mismo ni de rehuirse en el silencio.

Verano y amanecer, silencio y verdad. ¿Qué sería de mí, me pregunto, el día en que dejara de tomar en consideración los espacios de silencio como puntos de encuentro conmigo mismo? Me comería la inercia, sin duda. Cierto día, quizá, abriría los ojos y, de repente, habrían pasado mil inviernos ante mi rostro sin ser ni siquiera consciente del reloj gastado, de los fugaces encuentros, de los disfrutes, las derrotas y, en definitiva, de lo vivido: porque es el silencio quien nos hace ser conscientes de la propia particularidad de la existencia y del tiempo que se nos ha concedido como gracia para moldearnos de la mejor manera posible a nosotros mismos y a todo aquello que nos rodea.

El amanecer del verano y sus reposos, como digo, emergen como una oportunidad más que notable para beber del silencio. Nada parece sostener el instante, más que el silencio. Respiración y susurro, todo es silencio. Despierto. Algunos pájaros cantan desde las jacarandas que forman filas ante mi ventana como centinelas de la noche y del día: un trino que, en su fina levedad, no hace más que acentuar esa implacable cadencia de silencio.

Intuyo al más pequeño de los habitantes de mi casa deslizarse por el salón, acariciando el silencio, como un gato fantasma. Es el silencio quien me permite adivinar sus movimientos: el frigorífico que se abre, el agua vertida, celestial sonoridad que el cristal acoge, y la televisión que se enciende.

Algo más allá, rasgan el silencio las cuerdas del tendedero vecino, como signo valioso de los espacios compartidos en los patios comunes. Un indubitado monumento a la gracia cotidiana y hogareña del trabajo tempranero que, ajeno a la ociosidad, afina el necesario engranaje de los hogares y su puesta a punto. Y es que es precisamente por la claridad que emerge sobre el lienzo blanco del silencio por lo que uno puede interpretar las filigranas sonoras de todo aquello que acontece en mi cercanía más inmediata, en mi casa, en mi barriada y en mi ciudadanía.

Ya se levanta el mediano, que no es tan furtivo y escurridizo como el pequeño. Lo delata, pues, el paso arrastrado con el que siempre te somete y acompaña la pachorra y la cachaza o, como diría mi abuelo paterno: ese inconfundible caminar que te permite predecir el tamaño de las dos bolsas escrotales del portador, sacos de cemento armado que, de caer al suelo, abrirían una sima hasta las antípodas. Ambos, pequeño y mediano, titubean y forcejean desde el silencio: “que yo quiero Netflix”, “que yo Youtube”, se susurran”. Y es entonces cuando allí, también desde el silencio, brota inesperadamente y a todo trapo la lírica inconmensurable del verso que, en pos de la magia que rezuma toda rima inesperada, nos regalan Rosalía y Bad Bunny como fondo y eco de un video sobre Fortnite: “Dime, mami, ¿esa noche quién la borra?, tú me besaste y se me cayó la gorra”.

Y en mitad de tales trances, acompasado a lo anterior, la gracia de lo autóctono y de ultramar se abrazan en una sublime multiplicidad de voces más allá de la ventana, justo en el cruce: dos conductores, mediando camión en doble fila, se refieren y saludan aclamando e invocando con suma nitidez, el primero, al coño de su prima y, el segundo, a la concha de la Lora.

¡Ay de mí! ¡Silencio!