Opinión | El contrapunto

El Lancaster de París y sus egregias iniciadas

Hoy me toca evocar el Lancaster, un hotel de París que siempre fue muy especial. Muy diferente de todos los demás. Y cuya vocación fue siempre la de ser, más que un hotel, la entrañable casa parisina de unos personajes tan admirables como singulares.

Desde sus comienzos, hace casi un siglo, los iniciados –y sobre todo las iniciadas- que llegaban a ese hotel de la ciudad mágica, siempre se referían a él como el Lancaster. Nada más. Ciertamente lo dijeron Marlene Dietrich, Elizabeth Taylor, Jane Fonda, Emma Thompson y otras formidables e inolvidables damas. Siempre fue el gran favorito de unas personas que compartían algo importante. Ellas, por encima de todo, deseaban controlar su propia aguja de marear por aguas parisinas. Es decir, deseaban ser calibradas como lo eran los personajes masculinos que se alojaban en el hotel. Y sobre todo preferían pasar desapercibidas. Y no deseaban ser importunadas por un exceso de admiración. Lo que era un problema recurrente, pues algunas de ellas fueron grandes estrellas en el firmamento de Hollywood. Todas amaron a ese elegante y discreto hotel situado en el número 7 de la rue de Berri. Cerca, pero no demasiado, de la avenida de los Campos Elíseos. Una de ellas, la gran Marlene Dietrich, sentía que gracias al Lancaster, su París sería siempre su segunda casa. Fue la suya una fidelidad sin fisuras. Pasó los años crepusculares de su vida en un agradable apartamento de la avenue Montaigne, enfrente de otro gran hotel, el Plaza-Athénée. Aunque el Lancaster fue siempre para ella un refugio muy especial. Muy elegante, sin exageraciones. El lugar perfecto. No era demasiado grande, las vibraciones eran «comme il faut» y los miembros del personal siempre fueron muy amables, además de profesionalmente impecables.

Uno de los más destacados hoteleros del siglo pasado, el suizo Emile Wolf, en 1924, convirtió el Lancaster, la antigua mansión de Jacques Drake del Castillo, en un «hôtel particulier». En muchos aspectos, parecía ser un club privado, más que un hotel. Su capacidad se lo permitía perfectamente: 46 habitaciones y 11 suites. En realidad el Lancaster no funcionó con los cánones de los otros hoteles de gran clase internacional hasta su entrada en la década de los 90. Los nuevos tiempos aconsejaron políticas más adaptadas a una sociedad que estaba evolucionando vertiginosamente. Pero no todo cambió en esa casa en muchos aspectos prodigiosa. Afortunadamente, la pasión de Emile Wolf por las obras de arte y por los tesoros del estilo Luis XV y Luis XVI sigue estando presente en los salones y en las habitaciones del Lancaster. El Lancaster en muchos aspectos sigue siendo un maravilloso museo. Incluso después de una muy necesaria reforma, la que mantuvo al hotel cerrado durante algún tiempo. Hasta la Navidad del 2011. Fue una buena fecha para una segunda inauguración y los comienzos de una nueva juventud. Todas las esencias más importantes del pasado fueron preservadas. Los tesoros que con el paso de los años Emile Wolf fue acumulando en su peregrinar por los anticuarios de Francia seguían allí. Las chimeneas de las habitaciones, los suelos de maderas nobles, los relojes de pared del siglo XVIII, las lámparas de cristal de Baccarat y los candelabros del estilo Imperio tardío.

En los convulsos finales de los años treinta, la actriz alemana Marlene Dietrich se alojó en la suite número 401. Durante tres años fue su «pied à terre». Todavía lleva su nombre. De vez en cuando su hija, María, pasaba allí temporadas con ella. Todo lo presidía un piano glorioso, un Érard espléndido. Todavía sigue éste ennobleciendo la Suite 401. Como la ennobleció la postura de la actriz en el momento en el que rechazó tajantemente el ofrecimiento del que fuera ministro de Asuntos Exteriores del Tercer Reich, Joachim von Ribbentrop. Éste había intentado acercarla al régimen de Hitler, tentándola con las ventajas que le aportaría un posible regreso, con todos los honores, a la Alemania nazi. Nunca pactó con la náusea.

El Lancaster siempre podrá ofrecer una experiencia excepcional a los que deseen alojarse en un hotel que intenta siempre no parecerse a ningún otro. Por los retratos y los objetos de arte que evocan a Marlene Dietrich, o por la impresionante colección de obras de un gran pintor ruso: Boris Pastoukhoff. Dicen que cuando el maestro se refugió en París, en los tiempos que siguieron a la Revolución Rusa, éste se presentó un día en el Lancaster. Los elevados precios del hotel estaban fuera de sus posibilidades. Llegó a un acuerdo con la dirección. Les iría pagando con sus pinturas. Fue un magnífico negocio para los propietarios del hotel. Pero aún le fue mejor al maestro. Ya que aquellos años en el Lancaster fueron los mejores de su vida. Una de las cuatro suites reales del hotel lleva su nombre. La otra recuerda a la gran dama de mármol y bronce que fue Marlene Dietrich. La tercera evoca al pintor Felix Ziem, también con magníficas obras colgadas en el hotel. Y la cuarta suite, dedicada al hotelero helvético que hizo posibles todos aquellos portentos: Monsieur Emile Wolf.