Opinión | Tribuna

Rencor

Catedral de Guadix

Catedral de Guadix / Wikipedia

En aquel tiempo yo ayudaba a mi padre en un bar que teníamos frente a la impecable Catedral de Guadix, no existían leyes de protección o desprotección del menor, pues arrimábamos el hombro toda la familia, aunque es cierto que siempre queda el resquemor de que no hacía lo suficiente.

Era una tórrida tarde de verano, las olas de calor no resultaban ser tan soberbias ni tan narcisistas como las de ahora, cuando atendía a un cliente, a la sazón taxista por aquellos lares, el cual me narraba fervoroso el encontronazo que había tenido con un sevillano, mientras degustaba un carajillo con hielo. Concluyó, al tiempo que daba el último sorbo a su carajillo, que todos los sevillanos eran unos HdP y que son unos sinvergüenzas. Al cliente no siempre hay que darle la razón, de todas formas yo era un chaval de unos catorce o quince años y podría saltarme esa obsoleta y consolidada regla. Así que le contesté con una evidencia: que no puede generalizar de esa manera, que porque haya tenido una mala experiencia con un sevillano no implica que todos sean así. El adulto cuarentón apuró su cigarrillo, que por aquel entonces, como todos sabemos, se podía fumar, y me miró con cierta extrañeza, pues un niño acababa de darle una lección. Algo iba a replicar, pero frenó en seco su alocución, lanzó la colilla al suelo, pagó y se marchó echando chuzos.

Así nos instalamos en nuestras vidas, generalizando a partir de una minúscula experiencia, elevamos a ley universal una nimia vivencia, que ha pasado ligera como un fulanico que es arrastrado por el viento ardiente. Hay personas que necesitan permanentemente dirigir sus frustraciones o su ira -también podemos tratar sus posibles y evidentes causas- contra cualquier colectivo, normalmente son los más vulnerables, marginados o cualquier otra minoría. Algún día se descubrirá que la inquina la segrega una hormona – no sé si esto ya se ha descubierto o yo estoy ironizando-. Lo que sí podemos es neutralizarla, así como la animadversión, el resentimiento o el rencor. Igualmente, hay personas que han decidido no ser felices y arremeten contra todo lo que se les ponga por delante, los que ni viven ni dejan vivir, los que se instalan en su modus vivendi y todo lo que no les cuadre en su manera de vivir, o de sentir, es pura bazofia.

Me encuentro con los que siempre están coléricos con los partidos opuestos, realzando sus errores y ensombreciendo sus aciertos, como si de ellos dependiera su vida entera: seguramente, ahora que lo pienso, sea así. Las RRSS arden en determinadas circunstancias con los post que cada cual va insertando con el único fin de polemizar y nunca con el afán de aclarar o aunar puntos de vista. Dan ganas de sacar un bol de palomitas y divertirse con esas diatribas de adolescentes defendiendo a sus ídolos o equipos de fútbol. Luego están los o las que su vida gira en torno a los chismes que te cuenta el vecino o la amiga, y claro, no son capaces de sacar sus propias conclusiones sino que sus reducidas neuronas absorben toda la información que la chismosa ha fabricado con la clara intención de hacer daño. Ya se han envenenado y son incapaces de expulsar ese veneno que les han inoculado, seguramente porque lo necesite su aburrida e insustancial vida: el resentimiento o el rencor es como tomar veneno y esperar a que los demás mueran. También puedo reconocer al que, como nuestro taxista, ensalza a la categoría de sentencia universal una mala experiencia, o los que mantienen en su mente oxidada aquel desplante, obviando la cantidad de favores y estupendos ratos que pasasteis en grata compañía. Es cierto, todos hemos conocido a aquellos que continuamente van pidiendo favores y, como les falles en un momento dado, ya te echan la cruz per saecula saeculorum. Realmente se trata de gente tóxica. Egoístas y arrogantes que suelen tener un grave problema de autoestima y que dirigen sus frustraciones al más débil o al que los demás señalan con el dedo: es lo más fácil. Sus vidas apagadas necesitan ese hervor que su pareja no les otorga, bien por insatisfacción o inapetencia sexual, o porque la desidia y el hastío se han establecido en el día a día y en su triste e inapetente cotidianeidad, carcomida por el tedio.

No voy a moderarme en esto último sino que seguramente pueda subrayarlo, y digo seguramente porque nunca estoy seguro del todo de lo que afirmo. He ahí el quid. Se trata también de tener la libertad y el placer de cambiar de opinión, y poder disfrutar de nuestra autonomía y de nuestra capacidad para poder posicionarnos según las circunstancias o el momento.

El rencor nos impide poder contemplar la vida de otro color y nos alienta a que sigamos juzgando a las mismas personas con la misma vara de medir. Sin considerar que los tiempos cambian, lo mismo que esas mismas personas.

Tenga en cuenta que puede ser usted uno de esos que sigue envenenado por encontronazos, malas experiencias, chismes que le han contado en el rellano de la escalera o a través de los endiablados wasaps. Usted puede ser el que ha sido embaucado por un particular, parcial o partidista punto de vista. Saque sus propias conclusiones y experimente la maravillosa libertad de elegir o también de poder equivocarse, pero tampoco renuncie a la sabia rectificación, esa que te complace y te alienta a ser mejor persona.

Deje a un lado ese rencor que no le deja vivir, y considere de una vez por todas que estamos de paso en esta vida efímera como para estar con el hacha de guerra levantada permanentemente. Al llegar a una edad, algunos comprobamos que ciertos asuntos ya no merecen la pena. Hay que aprender de una vez por todas a perdonar y a perdonarse.