Opinión | Entre el sol y la sal

Se llama Paula

Paula Sánchez, diplomática en Afganistán.

Paula Sánchez, diplomática en Afganistán. / Twitter

Imaginen por un momento que yo quisiera imponer la uniformidad de comportamiento bajo la interpretación subjetiva de lo que debe ser una sociedad perfecta. Para ello aboliría determinadas costumbres, borraría toda pieza artística o histórica, manipularía la educación infantil, aniquilaría todo derecho fundamental purificando con sangre la desobediencia, e implantaría el terror como clave de arco del Estado. Supongan también que mi idea gana adeptos, consigo armarlos obteniendo una sumisión plena y, a modo de La Purga (Blumhouse Productions, 2013), les concedo bula diaria para matar y violar sin límites. Así conseguiría de una forma violenta e irrefrenable que una manada de desalmados, pederastas, cobardes, maltratadores, analfabetos e hijos de la grandísima puta (con perdón de sus madres, si es que las conocen) extendiera por el país mi desquiciada visión del mundo sumiéndolo en la más cruel e infame de las tinieblas. Y usted pensará lógicamente que le hablo de Afganistán, y lo hago, pero ya lo consiguió antes el nazismo de Hitler, al que le regalamos Checoslovaquia por la cara y con el que nadie quiso descubrir los campos de exterminio hasta el final de la guerra. Judíos, gitanos y homosexuales, por aquel entonces. Mujeres, niños, y todo ser humano que aspire a ser libre, ahora.

Afganas en el S.XXI: Prohibido estudiar y trabajar, pasear sin vigilancia, enseñar los tobillos, maquillarte, hablar o tocar a un hombre, reír, asistir a medios de comunicación, practicar deporte, vestir ropa de colores, mostrar el rostro, calles con nombres femeninos, asomarse a las ventanas o salir al balcón, y las imágenes de mujeres en cualquier publicación. Y todo ello penado con azotes, palizas o lapidación pública. No es que las cosifiquen o las rebajen a simples animales o esclavas; es que las invisibilizan, no existen, no cuentan. Ni siquiera son.

Más de 16.000 españoles, entre militares y policías, auspiciados por la OTAN, han rotado por tierras afganas desde que fueron allí por primera vez a luchar contra Al Qaeda y reestablecer el orden. Fueron tachados de criminales e imperialistas por las hordas progres que tiraron de postureo invocando el buenismo y el relativismo como eficaces mantras que todo lo pueden y al que todos se deben. Ahora, aquellos que fueron insultados, hacen el petate, abandonan Afganistán a su suerte, sin esperanza, y el progresismo patrio tan afín a Joe Biden, se rasga las vestiduras al ver padres lanzando a sus bebés por encima de la alambrada de un aeropuerto como única escapatoria al infierno que se avecina, como única salida a un destino que, curiosamente, les asegura un futuro digno en países capitalistas.

Ya nos lo dijo en su día Oriana Fallaci, tan amante del mundo islámico como detractora de sus bastardos sucedáneos: Cuando un gobierno se impone con la violencia, y con la violencia impide a los ciudadanos expresarse, oponerse e incluso pensar, entonces recurrir a la violencia es una necesidad. Pero esto, afirmo yo, no gusta a los que fingen que la violencia se vence con memes bienintencionados, abrazos lejanos y demás gestos almibarados e inocuos, inocuas, inocues. En esta España nuestra, en la que hoy causa más indignación una foto de C. Tangana posando en un yate rodeado de mujeres libres y poderosas que una foto de talibanes armados liderando un gobierno, nació la segunda jefa de la embajada española en Kabul. Licenciada de carrera diplomática, incansable luchadora por el desarrollo humano de las mujeres afganas y pionera en impulsar acuerdos culturales que perpetúen sus derechos. Se llama Paula Sánchez, es mujer, y se niega a abandonar el averno de Al Qaeda junto al Embajador cesado hasta que no haya salido el último español o colaborador nativo. Se llama Paula Sánchez, es mujer, y combate la locura con ejemplo y compromiso. Se llama Paula Sánchez, es mujer, y es más valiente que todos esos talibanes que se creen tan hombres.

«El más terrible de los sentimientos es el de tener la esperanza perdida». Federico García Lorca (Granada, 1898-1936).