Opinión | De buena tinta

El mundo sin ellas

El mundo sin ellas

El mundo sin ellas / Pedro J. Marín Galiano

Cuando comencé la carrera de Derecho, recuerdo que no me fue difícil integrarme en esos postulados históricos y filosóficos desde los que, ya en el primer día de clase, nos referían el Derecho Natural como el conjunto de salvaguardas igualitarias que toda persona posee por el hecho de serlo y con independencia del ordenamiento jurídico en el que aterrice su vida: unas garantías no escritas que bien podemos identificar con lo que no pocos cuerpos legislativos ya positivizan como derechos fundamentales.

Servidor, al igual que ustedes, cuenta con una madre con la que, en el día de hoy, desde la clamorosa representación de todas y cada una de las mujeres que conozco, vuelco el horror de las execrables tradiciones normativas talibanas que, en pleno siglo XXI, todavía asolan criminalmente, desde el absurdo y para vergüenza del género humano, no pocos territorios del orbe a casi un siglo de distancia de la muerte de Marie Curie.

El primer recuerdo que tengo de mi madre, siendo yo poco más que un bebé, fue una zambullida que me hizo tragar en las playas de Torrenueva y que alguien se encargó de inmortalizar fotográficamente. Allí aparezco yo, entre sus brazos, llorando, mientras ella me mira sonriendo, guapa y joven, con una camiseta naranja empapada por el agua. Pero todavía existen territorios en los que la bendición de esa fotografía hubiera perdido la gracia que transmite la mirada feliz que irradia una madre desde su cuerpo de mujer a causa de la sumisión al burka como sombra eterna, anulación absoluta y muerte en vida.

Desde la insólita maldad de tales tradiciones, aquella foto hubiera acarreado azotes, palizas y abusos verbales sobre mi madre por mostrar partes de su cuerpo en público: hablo de brazos, piernas y rostro. Ni siquiera la presencia de mi padre, presencia con la que sería obligatorio contar cada vez que mi madre saliera de casa, hubiera podido frenar tal barbarie.

En tales trances, mi madre tampoco hubiera podido estudiar ni desempeñar públicamente las funciones que sus títulos universitarios y formativos le otorgan, debiendo circunscribir su ámbito de trabajo al interior del hogar y desde una llevanza que, mientras mi padre estuviera trabajando, precisaría de mi compañía, como hijo mayor, para salir a la calle a realizar cualquier actividad.

Quepa añadir, además, que, posiblemente, bajo semejante halo de perversidad, mi madre ya no se contaría entre los vivos que campean por este mundo, ya que, en su día, padeció numerosas intervenciones quirúrgicas que, sin duda alguna, bien pudieran no haber llegado a buen fin si tenemos en cuenta que tan solo un reducido número de mujeres médicas y enfermeras hubieran podido tratarla en caso de urgencia sanitaria.

Si mi madre, la que me sostiene sonriente en aquella foto, me hubiera concebido antes del matrimonio, hubiera sido lapidada; y le hubieran cortado los dedos por pintarse las uñas, y no hubiera podido tararearme en aquella playa el Cuando tu nazcas, de Mocedades, ni tampoco las canciones del Perales, de Raphael o de la Pradera: ningún extraño debe nunca oír la voz o la risa de una mujer, expresiones todas condenadas al silencio de lo interior, al ahogo de la alegría que brota sanamente y a la losa de la indiferencia y lo invisible.

Mi madre nunca hubiera podido calzar zapatos de tacón, ni vestir aquellos pantalones de campana que tan magníficamente le sentaban en esas fotos de los setenta, ni ver conmigo Falcon Crest, Dinastía o Dallas, ni tampoco despedirme desde el balcón cada vez que yo partiera de camino al colegio.

Servidor, no me sujeten, se baja de todo espacio y de todo tiempo en el que ellas no puedan ser lo que quieran ser. Me bajo de un mundo en el que se penalice a mis abuelas por haber lavado en la fuente pública de la plaza la ropa de mis padres, de un mundo en el que mi mujer no pueda enseñar Medicina a hombres y mujeres. Me bajo de un mundo donde ellas no puedan cantar, dibujar, escribir, estudiar y ejercer todo oficio, me bajo de un mundo donde no quepan Monica Bellucci o santa Clara de Asís, me bajo de un mundo sin ellas y, por supuesto, me bajo de un mundo en el que no pueda conservar fotografías con el rostro de mi madre.