Opinión | DE BUENA TINTA

El extranjero

Un mosaico romano descubierto en Cártama

Un mosaico romano descubierto en Cártama

Toda ecuación mental que, sin más consideración, tienda a igualar las miserias migratorias de lo foráneo con la ilegalidad y la delincuencia derivará en un reduccionismo incompatible con la inteligencia pero que, a falta de ésta, ausencia coyuntural que tampoco es extraña en los tiempos que corren, primará como verdad absoluta sin demasiada dificultad. Las dos premisas del primer término, miseria y extranjería, además, tampoco comparten el mismo rango social, puesto que la empatía nacional tiende a integrar con mayor facilidad las ilegales maniobras de guante blanco de aquellos extranjeros cuyos abundantes patrimonios opacos convergen en las Islas Vírgenes que la triste realidad de los migrantes que, únicamente, se ven lastrados con la sombra de la pobreza sin ni siquiera haber rozado las lindes de la tipicidad penal. Así somos.

Por lo demás, las variantes, los términos y los contextos que bien podríamos introducir y sumar en este análisis para dibujar con mayor certeza el plano social son prácticamente incontables. Huir de los tópicos sociales y económicos en materia migratoria nos acerca mucho más a la verdad, pero, en cualquier caso, como diría Silvio Rodríguez, tampoco el extremo es acertado, puesto que «tener no es signo de malvado y no tener tampoco es prueba de que acompañe la virtud». Y es que, como ustedes ven y yo les decía, es más que fácil vincular lo económico y lo migratorio a la hora de articular el juicio o el prejuicio de aquellos que están más allá de la raya que los ancestros nacionales, sepa Dios de qué raza, dibujaron en la tierra para delimitar el ombligo interior.

Ni que decir tiene que, en relación a lo foráneo, podemos hacer tantas clasificaciones supeditadas a las razas de lo humano como ganas de perder el tiempo tengamos. Todos, nos guste o no, formamos parte de un viaje irremediable en el que, sin más opción, las corrientes gravitacionales, que diría Battiato, nos irán trasladando de manera aleatoria y como habitantes del mismo planeta hasta que un meteorito caprichoso y daltónico decida impactar contra el orbe para arrasarnos a todos sin distinción alguna de colores; si es que el sol no se apaga antes.

Y si poco sentido tiene el racismo a nivel global, en España, particularmente, es cosa de risa, pues precisamente aquí emerge un particular crisol de sangres que se aúnan en una misma ciudadanía para mezclar las de todos los pueblos y culturas que han protagonizado la historia de occidente y sus asentamientos a través de la tumultuosa escala de los siglos: celtas, fenicios, griegos, íberos, cartagineses, romanos, visigodos, árabes, judíos y subiendo. Hasta el infinito y más allá.

Españoles: sepan ustedes que lucimos más colores en la sangre que los de Casa Gryffindor. ¿Habrá algo más inútil para un español que pararse a calibrar la sangre del que viene? Precisamente aquí, en España, como también canta Drexler, «somos padres, hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes» que arribaron y se fueron a lo largo de las tramas de todo espacio de en todo tiempo. Es por ello, volvamos al presente, que vincular lo racial con lo moral, lo legal y lo económico se alza no sólo como una inmensa tontería, sino también como una de las ataduras más execrables del plano social. Una atadura que sobrepasa las fronteras de lo irracional, pero que, sin embargo, prolifera con gusto y se incrusta en lo más hondo de nuestros días, nuestras calles y nuestros prejuicios.

Vivimos, sin duda alguna, en un batiburrillo étnico y social de doble rasero moral donde la pasta distingue a moros de árabes, donde se teme al refugiado, salvo que lo vistas con los colores de Benetton, y donde directores como Branagh fuerzan con calzador la presencia de un médico afroamericano en la más famosa trama del Expreso de Oriente de los años treinta.

Distinguimos por inercia, a pleno antojo, y usamos los resultados de esa cuestionable distinción del otro para aceptarlo o rechazarlo según convenga. Y así vivimos: amojonando las fronteras y los fueros de Villarriba y Villabajo en la era de la globalización: una época en la que, ahora más que nunca, todos viajamos en bloque y como polen en el viento mientras el planeta, la casa común, sigue siendo mecida por una noche infinita cuyos horizontes no sólo son impredecibles, sino que tampoco entienden de colores.