Opinión | La señal

Borrell, camino del infierno

Él, José Borrell, no podía viajar en un vuelo comercial, los vuelos del vicepresidente de la Comisión Europea y Alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, son otra clase de vuelos. Su avión pertenece a la misma compañía que había transportado a Von der Leyen, la presidenta, y Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, y a él mismo, de Bruselas a Torrejón para darle oxígeno al presidente Sánchez. La compañía, belga, Abelag Aviation, está especializada en esta clase de transportes de altos ejecutivos. Ahora, 9 de septiembre, el aparato de Borrel, era un Dassault Falcon 2000EX. Después pedirían esfuerzos a los ciudadanos europeos contra el cambio climático.

Se dirigía cruzando el cielo a Túnez, que tenía problemas con la disolución del Parlamento por el presidente de la República, y allí debía reunirse con distintos actores de la política del país magrebí. También el mismo día, leyó en su agenda, celebraría un encuentro telemático con la interparlamentaria CFSP/CSDP. Ahora también se celebraba el juicio por los atentados yihadistas de París de 2015, Bataclán incluido, y escuchaba los potentes motores del jet antes de alcanzar al Mediterráneo y las palabras de Salah Abdeslam, que acababa de declarar que era un «combatiente del Estado Islámico». Borrell estaba, como se dice en Bruselas, «deeply concerned».

A sus 74 años ya pegaba una cabezadita cada dos párrafos del informe que leía, incluso se le cayeron los papeles al suelo y se hizo daño en las costillas cuando intentó recuperarlos sin desabrocharse el cinturón. Llevaba casi dos años repasando su vida, a retazos, cuando cerraba los ojos y aunque solo fueran unos minutos. Veía el rostro de su primera mujer, Carolina Mayeur, a quien conoció en Israel cuando él residió en el verano de 1969 en el kibutz de Gal On, nada que ver con los GAL, y con la que tuvo dos hijos. También recuperó de su memoria algunas imágenes de cuando obtuvo la nacionalidad argentina en 2019, un homenaje íntimo a su padre, que vivió en Mendoza hasta los ocho años. Algunas veces había comentado sus añoranzas con el jefe de su gabinete, Pedro Serrano, pero no se atrevía a confesarse con Anne Bergenfelt, su consejera principal. Ahora sí divisaba el azul del Mare Nostrum. Y de vez en cuando, para autogratificarse, rescataba de sus neuronas el juicio por fraude fiscal contra Lola Flores. Pero, qué duda cabe, que a su edad le pesaban más sus tropiezos, y no eran pocos, porque aunque venció a Joaquín Almunia en las primarias de 1998 para la elección del candidato a la presidencia del Gobierno -la primera vez que un partido político español usaba este sistema en España-, tuvo que renunciar un año después por la falta de apoyo de la dirección y el escándalo de otro fraude fiscal, el de José María Huguet, un ex colaborador suyo, al igual que Ernesto de Aguiar. También en aquel maldito 2018, la CNMV le impuso una multa de 30.000 euros por el uso de información privilegiada en la venta de acciones de Abengoa, empresa de la que fue consejero. Pero quizá lo más humillante de su dilatada carrera fue cuando el ministro de Exteriores ruso, Lavrov, le tendió una trampa en la que cayó como un colegial, a propósito del envenenamiento del opositor Navalni. Hasta setenta eurodiputados firmaron una carta pidiendo su dimisión, hecho que fue imitado por otros parlamentarios cuando este verano se supo que escribió un correo informando a la embajada cubana sobre el debate acerca de la isla desvelando su intención de evitar que llegara a pleno. Pero esto no era nada en comparación con sus esfuerzos por hacer presentable al dictador Maduro -en dura competencia, eso sí, con José Luis Rodríguez Zapatero- en los mórbidos salones del Viejo Continente.

Su Falcon estaba a punto de aterrizar, le anunció el comandante de la aeronave. Y ahora las prisas por salir corriendo de Afganistán, y le martilleaba en la cabeza aquel dicho muyaidín, vosotros tenéis los relojes, nosotros el tiempo. Escribía Jorge Guillén a propósito de lo que le dice Virgilio a Dante, Infierno, I, 76, ma tu perché ritorni a tanta noia?

Los destructores siempre van delante,

cada día con más poder y saña,

sin enemigo ya que los espante.

Triunfa el secuestro con olor de hazaña,

que pone en haz la hez del bicho humano.

Ni el más iluso al fin la historia engaña.

El infierno al alcance de la mano.