Opinión | BAJO EL PUENTE DE HIERRO

Beso

«Deja la lengua quietecita», me dijo Azahara. Era mi primer beso. Tenía quince años. Ya no recordaba que se pudiera ser tan joven. Sentí vergüenza. Aquello no era un muerdo, era el cándido y robusto empuje de una tuneladora. Volví a su boca con entusiasmo nuevo. Deambulé por la orilla de sus labios como si mis labios fueran un ñu que no se atreviera a sumergirse en el río Mara. Los besos tienen algo de migración, de ruta calcinada, de cocodrilo sesteante. Allá van sin retorno las pieles inéditas. Los besos nos acercan a los adioses. Diría que Azahara me enseñó a besar, pero mentiría. Tengo cuarenta y un años y aún no he aprendido el funcionamiento de esta mecánica tierna. Extiendo un plano sobre la mesa, hago anotaciones en los márgenes, me acaricio la barbilla y pienso: qué desastre. Qué caótico el roce. Qué complejo el júbilo de sangre, el temblor azul de mis brazos, el vértigo ronco, la invisible estampida, la flor que brota blanquecina en las clavículas.

Empecé a ir a las librerías cuando cerraron las tiendas de discos. Cuando cierren las librerías, me apuntaré a clases de salsa. Azahara me dejó aquel mismo verano. Años después me lo explicó: «Es que eras muy paradito». Nos reímos. «Te tenía que coger las manos y ponérmelas en el culo». Volvimos a reír. Terminé mi cocacola. Ella se encendió un cigarro. Había sido divertido encontrarnos así, tan de casualidad, heridos por el tiempo, como en un improvisado escenario. Los dos estábamos más gordos, los dos estábamos sin pareja, ninguno de los dos tuvo el más mínimo interés en retomar aquellos besos adolescentes. Las películas nos regalan paraísos breves. Los amores nos adelantan como las viejas de camino a las cajas del supermercado: con ese andar tenso, vivaracho e implacable. Ahí estaba ella, sacándome de nuevo las vergüenzas. Siempre fui un chaval muy cortado. Se lo confesé. «Ya», dijo. «Pero me gustabas mucho», añadió. «Y tú a mí», me obligué a decir, pero apenas recuerdo aquel amor. Quizá ella tampoco. Quizá yo no le gustara tanto. Son cosas que se dicen. Para algo deben servir las bocas cuando no están enfangadas en un mordisco suave. Teníamos quince años y yo daba besos que parecían pulpos arrojados a un barreño. Recordar es abrir un libro y pasar el dedo por encima de sus páginas sin leer ni un solo párrafo. Una coreografía de yemas. Llevando ramos transparentes a frágiles tumbas de papel. Qué existencia esta, cómo nos pasa por encima dejando su marca oscura, como el rastro de la vagoneta sobre el lomo del Coyote.

Dar un paso al lado suena como a renuncia pero también puede ser el primer paso de una coreografía espectacular. Del amor uno puede irse, pero lo normal es que lo echen. Hay que estar preparado para ese momento. Tener una buena pila de libros sin leer en la mesita, una lista de Spotify donde no falten los Smiths, el decoro de borrar su número y no volver jamás a aquellos bares, a aquellas calles, a aquel salón como un templo tibio, a aquel sofá magmático. Y luego, esa generosidad de volver a amar sin rencor a lo humano. Esto somos, esta osamenta, estas dudas, estas tenues querencias. Que tus amantes no tengan que pagar las facturas que te dejaron a deber. Hay enamorados que transforman su vulnerabilidad en insolencia. Yo creo en el amor como en una mandíbula de diamantes. Yo creo en el amor, sin más, en su compás furioso, en su incendio habitable.

Y vivo la vida como la conga en una boda, siempre tan inesperada y errática. Me agarro fuerte a los desconocidos. La conga es maravillosa porque, aun yendo juntos, cada uno tiene su ritmo, hace sus gracias, se siente único. Si llega el apocalipsis, yo improvisaría una conga universal e interminable, menearía las caderas con el estallido metálico de las trompetas, danzaría con la corbata en la frente hasta el mismísimo infierno. Hay en los besos un pacto con el diablo porque, cuando besamos, nos rejuvenecemos. Como si hubiéramos sacado tres seises seguidos con el dado, esa acelerada vuelta atrás, ese rebobinarse por dentro, como si un bolígrafo Bic clavado en el corazón nos hiciera girar hacia el principio. Ferrocromo. Todos los besos son en la menor. El amor es una suerte de bienvenida. Los globos explotan porque sí. El fixo no aguanta el peso de los banderines. Pero la fiesta sigue por dentro. La lengua está formada por diecisiete músculos. Por ejercitar cada uno de ellos estoy dispuesto a madrugar. «El poema es mi cuerpo, esto la poesía, la carne fatigada», escribió Blanca Varela. Los amores son tan rabiosos y endebles como la danza de las amapolas. Di mi primer beso con quince años y moriré con aquella torpeza aún remoloneando en mis labios.