Opinión | Málaga de un vistazo

Odio y vacío

El odio, al igual que el amor, es un concepto abstracto que se va llenando de contenido a medida que lo vamos proyectando en algo o alguien, y entonces acaba significando una cosa mucho más concreta y comprensible para cada uno. El amor y el odio también se parecen en el significado que le van dando a la vida del que los siente, la diferencia es que llenar la vida de amor -sano- raramente la complica, pero llenarla de odio -aquí no existe el modulador sano- la vuelve agresiva, desagradable e hiriente. El amor y el odio parece que llenan el mismo vacío desde el que todos partimos, y todo el espacio que ocupa uno se lo va quitando al otro, de modo que es imposible odiar demasiado nada sintiendo a la vez mucho amor por algo, ni querer debidamente a nadie cuando se está repleto de odio. Se podría decir que el amor y el odio compiten en la cancha del alma en un partido que dura toda la vida y cada uno es el entrenador de ambos equipos y a la vez el árbitro, el público y las tertulias tras cada jornada.

Al ocupar el mismo espacio, cuando se nos va aquello que se ama o cuando no encontramos nada que querer especialmente, el odio tiene más fácil hacerse con todo el sitio. A veces se dirige hacia uno mismo y no por eso deja de ser agresivo, ni dañino, al contrario.

Otras veces se proyecta contra una o varias personas, en solitario o en grupo, por algo en concreto o por nada en particular, como se hacía este pasado sábado por las calles de Chueca, gente odiando a personas que no les habían hecho objetivamente nada, más allá de existir. Y es que el odio no sólo rellena el vacío del alma que todos tenemos, sino también el de las cabezas huecas.