Opinión | Crónicas de Málaga

La vida que se abre paso en las calles del Perchel

La calle Ancha del Carmen en 2002, cuando aún conservaba su empedrado.

La calle Ancha del Carmen en 2002, cuando aún conservaba su empedrado. / CARLOS CRIADO

Soy un tipo andariego que, desde hace tiempo, se prometió a sí mismo que, más allá de las carreras y el estrés del día a día, iba a tratar de mirar la ciudad, mi ciudad, con otros ojos. Soy consciente, como dice el poeta, escritor y articulista de esta casa Juan Gaitán (lean su personalísima y brillante obra, háganse un favor) de que Málaga es una ciudad en la que un padre no puede llevar a sus hijos a visitar los sitios que él mismo frecuentó en su infancia, porque todo cambia continuamente. No sé si es nuestra esencia, pero a veces el escaso apego a nuestras tradiciones se convierte, de esta manera, en un destello de esa forma de ser abierta y desprendida que, ay, siempre abre los brazos a lo de fuera con una perspectiva acrítica. Alfonso Vázquez, el gran cronista de Málaga, ha emprendido, desde hace años, una batalla en el sentido que pongo aquí en negro sobre blanco, pero los molinos de viento son imbatibles, como bien sabían Alonso Quijano y Sancho. El caso es que a veces, cuando me dirijo a cubrir algún evento, suelo ir mirando con otros ojos la ciudad que peino todos los días, y siempre encuentro algún matiz interesante dentro de la esquizofrénica trama urbanística que nos ha legado el desarrollismo del siglo XX y los desmanes que luego siguieron. El otro día me pasó en El Perchel. Hacía tiempo que no paseaba por la calle Ancha del Carmen, desposeída de su empedrado histórico, pero que conserva cierta esencia de esa Málaga que ya sólo late en la memoria de los más viejos y que, tal vez, nunca podremos recuperar. Es una ciudad difícil y hosca, en ocasiones, cainita e hipócrita en otras, pero en la que aún se desayuna al fresco en las terrazas de los bares del Perchel, en el mercado del Carmen todavía se desgrana con alegría cantarina la lista de productos frescos del día y se muestra imponente, con túnica blanca según la foto del cartel que preside ahora la casa hermandad, el Chiquito, Jesús de la Misericordia, que tantos lamentos y oraciones escucha de tarde en tarde. Hay en esa zona del Perchel una incipiente mezcla de modernidad y tradición, porque al final de Ancha del Carmen, justo al lado de la parroquia, construyen edificios respetando, según parece, la esencia del barrio, aunque hay otros que lesionan la vista con sólo acariciarlos con la mirada. Uno de los grandes errores de la ciudad en siglos pasados fue, sin duda, no proteger los barrios populares que la dotan, precisamente, de sabor y esencia y que hoy languidecen, más la Trinidad que el Perchel, separados por la Avenida de Andalucía y el final de la Alameda. Hay vida en esas calles recoletas del Perchel: jóvenes ataviados con mochilas de alguna marca impronunciable de móviles que van alegres a su primer puesto de trabajo, tipos casi octogenarios que discurren sobre la plataforma única de Ancha del Carmen (¡ese empedrado!) con parsimonia, lo que contrasta sobremanera con esa mañana de un jueves azul cualquiera en la que todo es vértigo y estrés, aunque el tiempo detenido se agite en las esquinas de un barrio orgulloso y obrero que encerró a la crema de las clases populares de la ciudad, vecinos que luego hicieron, como cuenta Luis Melero en ‘La Desbandá’, la Carretera de Almería para ser masacrados como ratas por el Ejército Nacional. Me dice David Arrabalí de vez en cuando que no se ha contado aún la historia de las clases populares de la ciudad. Y tiene razón, como en tantas cosas. Sabemos los nombres de alcaldes y de miembros de familias notables de esta urbe, pero aquel populacho que salvaba el frío del invierno con mantas zurcidas a mano y se aliviaba en las playas de Huelin de los rigores del verano malagueño no consta en los libros ni sus historias anónimas forman parte de una cadena genética que esta ciudad interrumpe con demasiada frecuencia cuando le parece. Hasta hay quien ha llegado a plantearnos si, para que hubiera Semana Santa, teníamos que asesinar la tradición, prefiriendo cualquier cosa a la dignidad que siempre requiere esperar mejores tiempos sin mamarrachadas. Paso por la plaza de Enrique Navarro y junto a la sede de la cofradía de la Expiración, allí echo de menos aquellos puestos de flores que ahora están en la Alameda, aunque el lugar que ocupan estos días, sin duda, hace que sus flores estallen con más violencia, atrayendo así la mirada de los viandantes. Dejo luego atrás Ancha del Carmen con una sonrisa que recuerda esas tardes de Jueves Santo en las que el Chiquito se mece con los sones de la banda de cornetas y tambores del Cautivo. Hay terrazas que rodean al paseante y los cafés humeantes dibujan un oasis mental de calma momentánea a la espera de volver a la lucha cotidiana. Edificios en obras se levantan de forma paulatina y desordenada en ese enjambre conexo de calles que un día encerraron historias que no volverán a ser contadas. Detecto una vivienda en una planta baja. La puerta y las rejas están asediadas por macetas con claveles reventones. Al desembocar en Cuarteles el primer golpe de vista es el de los letreros de una academia que vende una mejor tras las oposiciones. Hay restaurantes y cafeterías y quioscos. Huelo a papel de periódico. Al fondo, se alza imponente María Zambrano, con su dignidad ferroviaria y el orgullo de ser puerta de Málaga para el visitante, esa Málaga que late en los jirones del ayer.