Opinión | Málaga de un vistazo

Cuento malagueño

Cerré los ojos y me recordé inventando cuentos a mis sobrinos y, de repente, me turbó la imagen de un cuento para no dormir: Érase una vez una ciudad preciosa que encantaba a todo visitante que pisara sus tierras. Tal era su embrujo que cuando los rayos del sol rozaban la piel parecieran caricias. El mar hacía salar los platos más exquisitos y las sardinas saltaban a las redes buscando su mejor fin de la existencia llenando estómagos felices. Las vides ansiaban verter su caldo en los gaznates agradecidos mientras otras uvas descansaban al sol atrapando su mejor dulzor mediante una técnica y paciencia ancestrales de los que ya moraban las tierras. Los árboles cantaban la brisa con sus copas y los pájaros piaban siempre con su cadencia. Todo era armonía y paz, un compartir las bonanzas de tierra, mar y aire que hermanaban a quien se acercaba con admiración y respeto para participar de su rebosante vida con olor a jazmines.

Llegaron muchos forasteros atraídos por tantos relatos, así que crecían sus habitantes con alborozo, pero la tierra guardaba un secreto y aunque ya se había rebelado con anterioridad, parecía olvidado, era algo que se repite sin cesar: Si uno solo de sus habitantes osara comer con gula, bebiera sin saciarse, destruyera una planta por placer, se ensañara contra un animal, todo ello a sabiendas y sintiendo que lo merece todo y que le pertenece lo que quiere, peleando contra hermano y vecino por creerse su dueño, despreciando el legado histórico, contraería una terrible enfermedad contagiosa, la codicia, que se extendería por toda la tierra hasta recuperar el equilibrio natural.

Eso parecía difícil que ocurriera, pero el hombre solo olvida lo que no debe y ufano construye su propia trampa hacia ese destino cíclico de destrucción codiciosa. Y llegó ese día y ese hombre, una vez más, y en esta ocasión se llamaba: Político.