Opinión | Bajo el puente de hierro

Normalidad

La masa se mide en gramos, la fuerza se mide en newtons y la felicidad se mide en resacas. Nada más humano que arrepentirse tras el júbilo excesivo. También pasa con el amor. Mi amiga Lara dijo «le he querido demasiado». Justificaba así su dolor. Y mentía, a sabiendas, porque nunca el amor es suficiente y, mucho menos, gobernable. No ver el fin, de la noche o del mordisco, del plato o del hogar, es un acto de generosidad. Yo cuando bebo no cuento las cervezas, cuando como no cuento las croquetas, cuando amo lo hago magmático y cerril. Cuando muera, llevadme a un Punto Limpio. La normalidad era eso, ahora lo recuerdo: no medir. No andar contando comensales, calculando distancias con otros viandantes, mirando el reloj. La normalidad era llegar pronto e irse tarde. Abrazarse a los por si acasos. Hablar con desconocidos. Enamorarse como solo se enamoran los críos, con esa fugacidad y ese temblor.

La normalidad era brindar y desfallecer y apoyarse en los semáforos y buscar el refugio de los portales. La normalidad era una libertad, y cuando hablo de libertad, no quiero decir desvergüenza. Es algo tan profundo, tan irreprochable, este gusto por la oscuridad, por el desborde, por palpar los límites de uno mismo, de la sociedad que nos cobija, de nuestro coñotristísimo y pichiblandúrrico vecindario. Salirse un poquito del tiesto. Yo no digo ser un lenguatón, yo no digo ser un profesional de la inadaptación, yo digo tener la sensación de timonear mi existencia. De encallar por vicio. De manejar a mi antojo este tierno vehículo de entraña y hueso. Es que ya ni eso podíamos. Ni siquiera escantillarnos. Habitar las fronteras. Caer pelotos sobre la cama. Ni siquiera arrepentirnos de los excesos, y las locuras, y los errores, y todo este ramo de flores carnosas que son la noche y los amigos y los hombres que huelen a roble y las mujeres de labios afilados como cuchillos de pétalos acerados. Hemos sido responsables. Hemos contribuido a frenar el infortunio. Ahora nos toca volver a la senda del capricho, nos merecemos el despiporre.

«Eres una lombriz. No tienes pelo y eres un arrastrado», le dijo Lara a su exmarido. Yo estaba delante. Hablaban por teléfono. Tuve que contenerme para no carcajearme. Discutían sobre sus hijos. El confinamiento había quebrado su relación. «Demasiado tiempo juntos», le dijo él, acostumbrado a los partidos de pádel, las cenas de trabajo, las largas compras en el mercado del centro. Ahora que la pandemia acaba, aunque haya dolores y pérdidas que siempre se quedarán por dentro, ahora que la normalidad extiende su manto viscoso sobre nosotros, pienso: qué grandes ciudadanos. Qué docilidad y qué empuje. Idiotas va a haber siempre, pero qué lección entre todos, qué seriedad en la asunción del caos. Las renuncias. Cómo hemos amoldado el terror en nuestros hogares. La indefinición. Los errores y las mentiras de los que mandan. Cómo hemos surfeado la incertidumbre. Cómo hemos gestionado nuestros papeleos, dignificado nuestros trabajos, adaptando nuestro día a día a los aparatejos. Con qué elegancia hemos llevado el pijama, vagabundeado por nuestros salones, limpiado el vaho de nuestras gafas. Geles, mascarillas, protocolos, toques de queda, restricciones, paternalismos. El oasis de las escuelas. El brío y el orgullo de nuestros sanitarios. Los columpios cerrados. Los supermercados siempre abiertos. Recuerdo el mutuo estremecimiento en la caja del Carrefour Express, la mirada acelerada de la trabajadora tras su yelmo transparente. Cuando llegaron las primeras mascarillas. Cuando salimos los cuatro por primera vez a almorzar, como extraterrestres recién aterrizados en la plaza de la Alfalfa. Y luego, el derrumbe de los padres a la noche. Las series vistas sin ganas. La muerte como un negro goteo sobre nuestras conciencias. El abrazo de los abuelos a sus nietos. Y aquí está el final. O eso parece. Como en una película que acaba de forma abrupta y, mirando una pantalla oscura, nos preguntamos en voz alta: «¿Ya?».

Las dos mejores amigas de Lara también están divorciadas. Las tres tienen hijos, casi todos son preadolescentes. Cuando tienen una cita, se dejan los niños entre ellas. Hacen planes con cinco o seis críos. Piden al chino. Se reparten por las camas. Ven películas hasta tarde. Yo las llamo ´Cooperativa del Caliqueño´. Se lo digo con admiración. La vida, aprende uno pronto, es cultivar ese milenario arte que es disfrutar de la vida. Lo otro, lo del sufrimiento, lo de la fiscalización de los placeres ajenos, lo de la urgencia cainita, lo de la resignación, lo del miedo perpetuo, lo del desconsuelo mancomunado; eso, se los dejo a otros. Vuelve la normalidad y con ella este íntimo confeti. La mesura es un pecado y el exceso una virtud. «Como hermosos cuerpos que murieron jóvenes y fueron sepultados, con lágrimas, en rico mausoleo, coronados de rosas y con jazmines en los pies, así son los deseos que pasaron sin realización», escribió Cavafis. Ámense hasta la siguiente pandemia. Lloren los adioses, gocen las bienvenidas.