Opinión | EL CONTRAPUNTO

Sostenibilidad

Conservo cuidadosamente el espléndido libro que el Departamento de Ciencias y Tecnologías Medioambientales y Forestales de la Universidad de Florencia publicó en febrero del 2005. Es una recopilación interesantísima de textos magistrales aportados con motivo de la Tercera Conferencia Internacional de la Sociedad Europea de la Historia Medioambiental. Se celebró ésta en Florencia, entre los días 16 y 19 de febrero del 2005. Tuve entonces el inmerecido privilegio de ser uno de los invitados. Por supuesto, acepté inmediatamente aquella generosa posibilidad, con gratitud y con una cierta emoción. Pues tengo una gran admiración por la institución convocante. Creo que debo mencionar que, además, también había pasado demasiado tiempo desde mi última visita a la capital de la Toscana. Y las querencias son las querencias…

Fue una buena decisión. Los conferenciantes, llegados desde los cuatro puntos cardinales y hablando como los maestros que son en algunos de los idiomas por los que siento especial debilidad, tuvieron todos un gran nivel. Como lo tuvieron los engranajes de la organización de este magno acontecimiento en la que destacaron los doctos representantes de la Universidad de Florencia. La siempre venerable “Florentina Studiorum Universitas”.

Además, la crudeza de aquel invierno florentino (decían que las aguas del Arno bajaban casi heladas) nos deparó un insospechado privilegio: el de poder pasear por una ciudad imprescindible, en estado de gracia absoluta. Milagrosamente libre entonces de las habituales y multitudinarias legiones de turistas.

¡Dios sea loado! Es lo que pensé cuando vi el ensayo aportado a la conferencia por una muy ilustre personalidad del mundo académico norteamericano. La profesora Dolores Wilson, de la Universidad de Virginia. Aquella augusta institución que fundara en 1819 el tercer presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson. La única universidad distinguida en los Estados Unidos como una institución considerada Patrimonio de la Humanidad. Llevaba su trabajo un título prometedor: “Without Which The Forests Cannot Be Preserved: Magna Carta, Ecclesiastics, and Forest Sustainability”.

Nos contaba doña Dolores Wilson que en el año 1217 unos eminentes eclesiásticos medievales, encabezados por los arzobispos de Canterbury y Dublín, enviaron un enérgico escrito de protesta al Rey de Inglaterra, Juan I. En respuesta a la deforestación que estaban sufriendo los bosques del norte de Inglaterra. Con la ironía añadida que de que estos desmanes se estaban produciendo antes de que se hubiese secado la tinta con la que el Rey Juan y sus adversarios, los barones ingleses, habían firmado la célebre Carta Magna en Runnymede, cerca de Windsor. En la que acordaron la eliminación de algunos de los poderes más arbitrarios de la Corona.

Durante el siglo XIII la preocupación por la protección y la supervivencia de los bosques ingleses fue unas constante en los orígenes de no pocos contenciosos que llegaron a los tribunales de justicia de Inglaterra. Inicialmente y en aquel caso la supuestamente liberadora Carta Magna tuvo en realidad un efecto catastrófico. Cuando los nobles del norte de Inglaterra la leyeron, interpretaron que según las nuevas disposiciones de la Carta Magna, nadie les podía impedir la tala de sus bosques y el abatir seguidamente a los animales a los que habían arrebatado tanto su alimento como su cobijo.

Como se advertía en el escrito de los eclesiásticos al Rey Juan, “sine quibus foreste servari non possint”. Pues sin esas normas del derecho consuetudinario anglo-sajón, que habían protegido a los bosques de Inglaterra desde tiempo inmemorial, éstos serían rápidamente sacrificados para satisfacer la insaciable codicia de unos pocos poderosos. No ocultaron los firmantes del escrito al Monarca su indignación por las oleadas de talas que amenazaba, según ellos, a unos patrimonios naturales de singular valor. Hasta entonces protegidos por las leyes del Reino.

Como nos señalaba la profesora Wilson: “La respuesta estaba en el carácter conservacionista de los bosques. Al ser designados éstos como zonas forestales se les protegería como un bien digno de la tutela real y como reservas cinegéticas no aptas para la colonización agrícola, como la New Forest o la Epping Forest. Gracias a eso, la mayoría de los bosques que han sobrevivido hasta el día de hoy en el Reino Unido son aquellos que fueron declarados en la Edad Media bosques reales.”

Una vez más... ¡Dios sea loado!