Opinión | Bajo el puente de hierro

Hámsters

Cada amor tiene su puerto. Cada barco, su culpa. Ella ya no existe. No porque haya muerto, que quizá, sino por algo aún más crudo: Carolina ya no existe porque ya no existe el hombre que yo fui

Turistas accediendo al Patio de los Naranjos de la Mezquita-Catedral de Córdoba.

Turistas accediendo al Patio de los Naranjos de la Mezquita-Catedral de Córdoba. / EUROPA PRESS

Los peores drogadictos que conozco son los drogadictos tardíos. Cada tiempo debe tener sus propias miserias. Al exceso no deberíamos llegar a deshoras. Comer sin hambre ayuda a mantener la elegancia. Beber sin ansias es un ejercicio irresistible. Pasa con el amor a menudo que, de acumular tanta flaqueza, uno corre el riesgo de morir de empalago. «Tú no me quieres a mí, tú te quieres a ti mismo queriéndome a mí», le dijo Carolina a su novio, que por entonces era mi mejor amigo. Luego Carolina y yo nos besamos, pero cualquiera se acuerda de los acontecimientos que nos llevaron a aquel muerdo. Habíamos bebido. No es excusa. El alcohol me da hondura y la sobriedad solo urgencia. Ellos ya no estaban juntos, creo; tampoco pregunté. Me arrepiento de casi todo, menos de los besos. Bastante tengo con esta existencia vulgar a la que un día sucederá la muerte, como para martirizarme por este aterrizaje de labios o tener que ir por ahí llorando por las esquinas por haber metido la pata y la lengua a la par.

He tenido cien mejores amigos. Todos son ceniza. Ceniza de la peor, de la que mantiene su rostro y su carne intacta. Ceniza de fuegos futuros. Siempre fui una pareja inconstante y un amigo apático. Todo lo que sé de los afectos lo aprendí en la derrota. En la despedida. Agitando la mano decimos adiós a los vivos y damos la bienvenida a los fantasmas. Me persiguen amores viejos, mendicantes, cojos; mi huida es pausada y cómica. Las ciudades se yerguen también sobre los remordimientos. El pasado sábado corrí quince kilómetros por las calles de Córdoba y tuve la sensación de estar atrapado en mis propias venas. Soy una ciudad nocturna, con sus luces ambarinas y su olor a gato. Atravesé el barrio de Carolina de punta a punta. Cada amor tiene su puerto. Cada barco, su culpa. Ella ya no existe. No porque haya muerto, que quizá, sino por algo aún más crudo: Carolina ya no existe porque ya no existe el hombre que yo fui. Ni los bares son los mismos. Ni los portales. Ni mucho menos el entusiasmo. Juguetes apilados, locales abandonados, esqueletos de bicicletas encadenados con dignidad a una señal; inventarios de otras vidas. Mi cabeza es como un armario en el que una madre almacena con insistencia una ropa que ya nadie jamás se pondrá.

Quince kilómetros son hora y media para mí. Treinta canciones. Una cárcel de acordes menores. Elijo cada tema con cuidado. Procuro que a cada poco se me haga añicos el corazón. Correr es un elogio de la tristeza. Amar ya no es suficiente. Este es un secreto de la vida adulta que quiero revelaros. No voy a decir que amar sea lo de menos pero, desde luego, no es aquel fuego revitalizador que conocí. «Los amorosos son los que abandonan», en un verso de Jaime Sabines. El amor, tantas veces, es como ese hámster de vida miserable que sorprendentemente resulta simpático visto a través de la rejas de su cautiverio. No quiero dramatizar, pero eso, el hámster royendo la piedra de sal y su gimnasia chiflada en la rueda. Yo quiero creer. Yo habito el paraíso de la redención. Pero el beso de Carolina y luego ese barrio que sentí más gris y mi trote antiestético y todas las cosas que quedaron allí, en Córdoba, en esa ciudad que me dio leche y cobijo. Esa ciudad de cielos rojos y piedra de oro. Su arquitectura de hueso. Todos los besos. El mismo beso. Todos los que fuimos. Aquel que fui.

«Creo que la razón principal por la que mis relaciones fracasaron es porque siempre amé demasiado bien, pero nunca sabiamente», dijo Ava Gardner. Cada edad tiene un misterio. Cuarenta y un años llevo entre las manos, como pesadas bolsas del Pryca que exigen y marcan mis dedos. Lo suficiente como para dejar de imaginarme en brazos pasados. Los portazos son maravillosos, hay en ellos una ruidosa y hermosa elegía. «Sé lo que quiero y de veras sé lo que no quiero» ha declarado la cantante Adele en Vogue. Hagamos una lista para lo bueno y otra para lo malo: se llama madurar. En la primera lista apenas un puñado de cosas: amores minúsculos, casas calientes, un libro abandonado en la mesita. En la segunda, el mundo entero. Semillas pisoteadas, cervezas de compromiso, adioses incómodos, gente que se llevó más de lo que dejó. Lo que quedó atrás. Catastróficas bellezas. Corría por Córdoba y sentía que huía yendo hacia el centro. Qué invasiva es la mezquindad, qué esquiva la candidez. No me arrepiento de ningún beso. Ni de ninguna otra cosa. No tengo edad ya para disculpas. Mi corazón tiene su propio jefe de estudios, con sus gafas finas, su camisa de cuadros, su pantalón de pana y su parte a medio rellenar. Los peores drogadictos son los que conocieron los excesos demasiado tarde, los de galaxias marchitas, los del extemporáneo subidón. Los peores amantes son los que creen que el amor todo lo puede, como si esto se moviera solo, como si no tuvieran ellos que remar. Corro por no llorar. Lloro por no acordarme. Me acuerdo por no correr. Como el hámster en su noria. Con su divertido quebranto, con su circense melancolía. Una jaula con asas: qué retorcida ocurrencia.