Opinión | DE BUENA TINTA

Como el Canelo

Me diera la sensación de que mientras más años acapara uno en la saca, más corre el tiempo que se las pela. Va como el Canelo, que diría mi compadre Mata. En la más esponjosa de las infancias, uno medía los lapsos desde dos vertientes grandiosas: la que restaba para el final de curso y la que alcanzaba hasta la llegada de los reyes magos. Ya fuera la una por el regocijo de acabar y la otra por la ilusión de juguetear, el caso es que los años eran largos y se extendían que daba gusto. Tiempos del lirio eran aquellos en que las madres no se preocupaban por los juegos de los calamares, porque lo más impactante que sus cachorros podían ver en la televisión eran esas ráfagas de balas disparadas por el Equipo A, municiones insípidas todas ellas, sin maldad cinematográfica, que jamás atinaban en nadie. 

Así, el tramo que abría paréntesis desde el aterrizaje en las calendas de este mundo y lo cerraba con el cumpleaños número diez lo recuerdo largo e infinito, como el paso de Israel por el desierto. Más adelante, conforme la agenda se complicaba, el proceso de envejecimiento, si bien aún de manera inconsciente, iba sumando acelerones a la alza: los días, irremediablemente, comenzaban a llenarse de cosas, eventos, encuentros, circunstancias y demás alicientes o desengaños propiciados por el crecimiento y la madurez incipiente en ese ir y venir que se extendía hasta el final de la carrera universitaria. 

Y a partir de ahí, la salida del nido, unida al irremisible monto de responsabilidades que la vida adulta comenzaba a recolocar sobre los hombros propios, nos llevaba hacía una suerte de vías de inercia en las que, si uno no se paraba a pensarlo, de repente, el día en que te daba por mirarte algo más en el espejo, te dabas cuenta de que te había arrollado, casi sin permiso, la friolera de otro lustro u otra década.

Sin embargo, el tramo actual, el de la crianza de los hijos, sí que va que se las pela, habida cuenta de que uno suma a la vida propia, que ya va bien, los contenidos de las agendas trimestrales, el ClassDojo, iPassen, clases particulares, horarios dispersos, partidos de fin de semana y toda esa suerte de variopintas modalidades de contoneo, ocurrencia y antojo adolescente que, si bien hoy sí y mañana no, o tal vez todo lo contrario, lo que siempre, siempre requieren, ya sea a las malas, a las buenas o a las regulares, es tiempo. Y mientras más tiempo se usa, más tiempo acontece, menor es la conciencia de su gasto y mayor la rapidez inefable con la que éste nos sobrevuela hasta que un buen día, regalo de la modernidad, el pasado de Facebook te recuerda sin permiso esa cara tuya que tenías en el año tres antes de Cristo y que tan poquito se parece ya a la que esta misma mañana te devolvía el espejo mientras te lavabas los dientes. Porque uno, cara al reflejo, se sigue viendo igual que aquel niño que esperaba la hora a la que comenzaba MacGyver, pero si te ponen delante la foto del ayer, la verdad es que la cosa canta y, puestos a cantar, canta hasta la Traviatta. 

Más viejo, más gordo y más sabio: quizá esto último como mal menor, qué menos. Algo bueno tendría que aflorar por el simple hecho de ir superando las barreras, los trances, las felicidades y los regalos con los que, de continuo nos sorprende la vida mientras el tiempo, sin prisa pero sin pausa, minuto a minuto, simplemente se ocupa de que tu cara y la de tu padre converjan. Es por eso que, ya en mitad de este periplo, suponiendo que la otra mitad venidera se viera libre de aneurismas, macetas, tumores, atropellos o infartos repentinos, es sano acomodarse y discernir la justa reflexión de que aquí estamos, que todo lo bueno ha sido y será dicha, que todo lo malo ha sido y será aprendizaje y que el tiempo que brota de una mano para escaparse entre los dedos de la otra debe ser aprovechado hasta el punto de la excelencia a fin de poder modular hasta su techo la mejor versión de nosotros mismos que seamos capaces de mostrar al mundo.