Opinión | EL CONTRAPUNTO

Aquellos dioses desarbolados

Potsdam, desde la iglesia de San Nicolás

Potsdam, desde la iglesia de San Nicolás / Wikipedia

Potstdam fue la residencia de verano y el refugio favorito de los reyes de Prusia. Se levanta muy cerca de la capital de su antiguo reino: la ciudad de Berlín. La Corte gozaba de hermosos palacios y pabellones barrocos, rodeados por jardines, escalinatas y estatuas, fuentes monumentales, paseos y espléndidas arboledas. Era un lugar paradisíaco que tenía dos funciones importantes: la primera era aislar a la realeza, al poder. La segunda era utilizar esa distancia, esas barreras, como símbolo de lo socialmente sagrado. De todas formas, aquellas eran épocas más civilizadas que las actuales. Sobre todo en las relaciones de la ‘Plebs’ con el Poder, siempre en mayúscula.

En aquel verano de 1942, en plena Guerra Mundial, a mis padres les encantaba, como buenos españoles, nacidos en meridionales tierras de secano, pasar algún domingo que otro, en aquellos jardines. Pues allí el agua y la vegetación eran refrescantes y abundantísimas. Al ser entonces mi progenitor funcionario de la Embajada de España en Berlín, el acceso a aquel paraíso era muy fácil. Desgraciadamente no puedo recordar nada de todo aquello.

Alguien dijo que los capítulos de la historia suelen salir repetidos, aunque muchas veces como una caricatura o una deformación de espejo de feria, con otros registros o escalas. Con imágenes que más de una vez caen en lo grotesco. Especialmente cuando los que detentan la forma máxima del poder, la del dinero unido a la codicia patológica, intentan imitar los distanciamientos de las monarquías de antaño. Las carrozas de los reyes prusianos llegaban con relativa rapidez desde Berlín a sus residencias de Potsdam. Pues las distancias no eran grandes. No serían comparables éstas a los espacios helados que hay en estos tiempos entre los soberanos del poder financiero y esa inmensa masa oscura, la que forman los súbditos que flotan a la deriva por el espacio sideral.

No hace mucho leía la biografía de un alto directivo de Lehman Brothers. El legendario banco de inversiones norteamericano, cuyo hundimiento, hace escasamente trece años estuvo a punto de arrastrar al desastre a todo el sistema financiero internacional. Lehman Brothers era el primer banco mundial. Fundado en 1850 y al que todos consideraban demasiado poderoso, demasiado importante para tener problemas serios como los que podrían afectar a sus hermanos de menor calibre. Lewis Glucksman fue el presidente de ese mega-banco hasta 1984. Su lucha por el poder fue un buen «thriller» que fascinaría a los lectores que gustan de emociones fuertes. Lo ha contado muy bien Ken Auletta, en ‘La codicia y la gloria en Wall Street’. Libro escrito con la pasión que un buen historiador dedicaría a la Florencia de los Medici.

Lewis Glucksman, señor de vidas y haciendas en Lehman Brothers, se enteró un día de que su director de la costa oeste, Peter Lusk, se había montado en el cuartel general del banco en Los Ángeles, un despacho mucho más lujoso y, por supuesto, más elegante que el suyo. El problema obviamente no era el dinero que se había gastado. En el universo que giraba alrededor de Lehman Brothers la cantidad invertida era casi invisible y su utilización quedaba dentro del ámbito de decisión del directivo. El problema era la existencia de un delito imperdonable de lesa majestad contra el ‘Princeps Civitatis’. Glucksman viajó desde su cuartel general neoyorquino a Los Ángeles: durante toda una noche. De costa a costa, sin informar a nadie. Cuando llegó muy temprano a la oficina de Peter Lusk, ésta estaba desierta. Empapeló el territorio tan temerariamente usurpado con carteles llenos de insultos y alusiones humillantes al directivo ausente. Glucksman actuó con tal ferocidad e inquina, que incluso en aquella jungla aquel despido fue un ejemplo de brutalidad casi sin precedentes. Todavía en aquella época, en el mundo de la banca las buenas formas tradicionales solían ser respetadas. Pero desde el sistema y sus resortes de poder se disculpó y se aplaudió a Glucksman. Alguien se había atrevido a usurpar los símbolos más sagrados de la divinidad: el oro, el cetro y la corona. De todas formas, al final Lewis Glucksman fue benévolo. En otros tiempos más severos el sacrílego hubiera sido decapitado.