Opinión | De buena tinta

Lo de celebrar Jálogüin

Varias personas disfrazadas, este domingo en el Centro.

Varias personas disfrazadas, este domingo en el Centro. / Gregorio Marrero

Si bien no soy ningún fanático, les confieso que sí que tengo cierta tendencia a colocar cada cuestión en su sitio y a llamar a cada perro por su nombre. Definir, distinguir y matizar son tres infinitivos que afloran del sano juicio con el que la inteligencia nos ayuda a no rechazar simplemente porque sí. Despreciar, así sin más, las costumbres foráneas por el hecho de serlo, no sólo lleva consigo ese impulso de fealdad que, por excluyente, define a todo nacionalismo, sino que, además, denota una inútil ceguera frente a un mundo que ya no es mundo, sino aldea global.

Así, desde estos sencillos parámetros, podría decirse que un servidor consentiría dentro de nuestras lindes el desarrollo de cualquier manifestación cultural proveniente de otros pueblos, siempre que ésta venga acompañada de dos premisas: que no arramble con lo propio y que se mueva dentro de los estrictos parámetros del respeto al pueblo que la acoge y del cumplimiento de la legalidad vigente.

Curiosamente, los fastos de Jálogüin provocan en esta tierra de conejos, que decían los fenicios, un particular debate popular de contrarios que no se ve generado por otras tramas de ultramar no menos discutibles como bien pudieran ser, verbigracia, las cogorzas de san Patricio. Y ello, tal vez, porque en el arte de empinar el codo nada tienen que enseñarnos aquí los que vienen de fuera. Al fin y al cabo, no son pocas las celebraciones del terruño en las que el carácter folclórico sobrepasa lo meramente litúrgico para terminar asociándose a parrandas de fino o calimocho. Y si no, que se lo digan a la Cruz de Mayo.

Con todo, poco me importa que el espíritu de Jálogüin irrumpa en nuestros octubres desde las naturales inercias de lo no impuesto si es para que nuestros pequeños pidan caramelos a la vecindad bajo la amenaza de truco o trato, o, simplemente, para que cada cual se disfrace y festeje a su gusto. No les compro, por el contrario, la alternativa que, al más puro estilo de La purga, utiliza el evento de la calabaza para propiciar el vandalismo y la delincuencia anónima que se amparan tras el parapeto de la multitud enmascarada.

Pero tampoco entiendo que existan centros educativos donde se dé cancha a lo de fuera sin explicar o proponer la alternativa de dentro: los huesos de santo, las Leyendas o el Tenorio, y los días de Todos los Santos y los Fieles Difuntos. A fin de cuentas, Jálogüin podrá emerger en España como legítima costumbre social a festejar desde la libertad de cada cual, no digo que no, pero, le pese a quien le pese, nada conlleva aquí de conmemorativo ni digno de celebración con mayúsculas más allá de la gracieta del disfraz terrorífico y el gusto disfrutón por, simplemente, pasarlo bien vestido de vampiro.

Sin embargo, tanto Bécquer como Zorrilla son entidades literarias conmemorativas que ningún centro educativo debiera pasar por alto, como tampoco debieran olvidarse, independientemente de si se profesa o no la fe católica, la realidad celebrativa de todos los Santos y los Fieles Difuntos: una conmemoración, en definitiva, de nuestro paso por este mundo y de la extrema bondad a la que todos debemos aspirar como personas que evolucionan hacia la mejor versión de sí mismos.

Pero, ¡ay!, si la educación no acompaña, la trama social se reducirá para la pobre infancia a la triste simpleza educativa de que resulta más molón disfrazarse de soldado de El Juego del calamar que de doña Inés. Para nada, pues, concebirán nuestros niños que, independientemente de que se puedan ataviar en Jálogüin con la indumentaria de la momia, el terror de esa noche de muerte no debe quedar socialmente impuesto sin terminar aterrizando en la bondad y en la vida, no en la muerte. Una bondad, una santidad, que, tanto en lo sagrado como en lo profano, se traduce en la lucha por querer hacer bien las cosas y que nos lleva, en definitiva, a proclamar un canto a la vida que sobrepase toda tumba y que termine celebrando verdaderamente el tiempo de aquellos que nos precedieron y que, a pesar de haber dejado ya las orillas de este mundo, todavía perduran, ya sea en el marco creyente de la fe, ya sea en el cálido recuerdo de los corazones.