Opinión | Tribuna
Vivir en el algoritmo
Sacerdotes, altos funcionarios de la corte real y oficiales del ejército conformaban los estamentos privilegiados del Imperio Mesopotánico. Esclavos, obreros, artesanos y pequeños propietarios se encontraban en la base de la pirámide social…». Rayito, nuestro perro, observa con ojos de admiración a mi hija mientras recita la retahíla histórica al otro lado del balcón que da al patio interior en el que estudia esta tarde. El tonillo machacón del párrafo que repasa se cuela también en mi estudio de trabajo mientras contesto un mail de uno de los profesores de mi colegio. La situación me retrotrae a los tiempos de la EGB y reflexiono sobre aquellas aulas grises envueltas en mañanas frías yeso de tiza. Entonces llovía y las maestras, atascadas en el tiempo, parecían siempre andar al borde de la jubilación con su imperturbable pelo de casco untado en laca ‘Nelly’. Todo ha cambiado, menos las lecciones. Me parece increíble que una generación más tarde y dos décadas y media después, en pleno Big Data, mi hija esté aprendiendo lo mismo que yo. Lo que me lleva a otro pensamiento, que es el de la vida en el algoritmo. Un libro de texto habla de la cuna de la civilización mientras una pantalla de portátil escupe código binario en las autovías de internet.
La musiquilla me hace recordar las tardes de repaso en la EGB; pero un jarro de agua fría en forma de fibra óptica me trae al presente. Vivimos en el algoritmo; una sucia tela de araña tejida por cuatro magnates que se agitan como animales de bellota en un charco de barro en el Valle de Silicona, allí en EEUU. Atrapados en este laberinto apenas podemos mover los brazos y piernas como marionetas de circo. Pillados por los ‘bits’ como nos tienen, damos por buenas las opiniones de otros, soltamos citas mal construidas de filósofos trasnochados del siglo XIX y nos sentamos a la diestra de Freud en el diván que antes ocupó el rockero Silvio, Charles Bukowski o Hermann Hesse, verdaderos espíritus libres a los que la red de redes no para de degradar cada tarde, mientras los revuelve en una pantalla de cinco pulgadas junto al hit de moda, ‘El juego del Calamar’ o el último suceso ocurrido en el quinto infierno de ‘La Palmilla’.
El algoritmo, redactado a cuatro ojos por escritores de ‘código’ de pupilas dilatadas; dicta las normas, nos dice qué es bueno y qué es malo, nos lleva de la mano hasta la próxima compra, nos habla de vehículos eléctricos y motores de hidrógeno; de que el mundo se acaba por culpa de tu coche diésel que antes de ayer era la panacea y ahora resulta que es una bomba de relojería medioambiental por tu culpa. El algoritmo nos anima a reservar hotel en el Cabo de Gata o en la Costa de Cádiz para el próximo fin de semana. Te sorprendes porque en función del último WhatsApp que te ha enviado tu primo o tu colega te aparece uno u otro destino en Google. Crees que es magia, no das crédito; lo comentas con tu madre, con el compañero de trabajo, con la vecina -la mía, por cierto, tiene ahora a su madre en el piso de 30 metros en el que vive con su novio de 58 dado que el resto de hermanos pasan de ella; me lo cuenta todos los días a través del tabique de manera involuntaria, pero de eso ya os hablaré dentro de dos semanas-.
-¡Qué casualidad!, dice uno.
-¡Estoy alucinando!, responde el otro.
Ríete tú de las bolas del futuro de ‘El Señor de los Anillos’. No son, sin embargo, los juguetitos de Gandalf los que vigilan. La madre de todas las coincidencias arranca con unos códigos fabricados por una cuadrilla de ‘expertos’ que hasta finales de los noventa eran los típicos frikis que se vestían con camisetillas de las series de moda y cuyos brazos y piernas son palillos blancos en los que florecen hileras negras de pelo enroscado. Hoy se los rifan unos y otros y el tema da tanto miedo que hasta en el Congreso de los Estados Unidos faltan salones para abrir comisiones de investigación por las que desfilan ‘cargazos’ de Facebook, Google y otros; títeres de almas negras deseando desembuchar al estilo ‘garganta profunda’ para aliviar así el peso de fechorías cometidas durante años y anotadas en la cuenta de resultados para alegría de unos accionistas que son los ricos de ahora con los dineros de antes.
La vida en el algoritmo es jodida; sobre todo para los jóvenes ‘instagramers’, ‘youtubers’ y ‘tiktokers’ que hacen jornadas maratonianas de trabajo al acecho de la nueva tontería que les catapulte a los cielos de la efímera fama digital. Decía mi abuela que lo que fácil viene, fácil se va; pero ahora un minuto de gloria es la vida entera.
Sin embargo el algoritmo, como concepto, no es nuevo. Los sumerios, hititas y egipcios ya vivían en él. Era un látigo de cuero agitado por capataces que olían a incienso y que estaban al servicio de monarcas sodomitas. La actualidad del tema, si acaso, es el toque universal que le han dado los del ‘Silicon Valley’ y su capacidad para dominar a miles de millones de almas de un solo estacazo. El mundo cambia; la tiranía sigue. Debe ser que lo llevamos en los genes. Por si no tuviéramos poco; Donald Trump acaba de abrir su propia plataforma de Redes Sociales. El algoritmo ‘de los otros’ no le gustaba.
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