Opinión | Notas de domingo

Arroz dos delicias

Estación María Zambrano, de Málaga

Estación María Zambrano, de Málaga / L. O.

Lunes. Lunes. Caminata de hora y media mientras mi hijo está en una clase de inglés. Imagino a miles de padres a esta hora de la tarde haciendo tiempo mientras esperan para recoger a sus hijos del baloncesto, el ballet, el inglés, el kárate o la filatelia. Actividades extraescolares. O actividades a secas. Padres que recorren decenas de kilómetros, dejan al infante y esperan. Miran el móvil, pasean, toman café. Muchas energías en esos tiempos muertos que habrán dado para trabar más de una amistad. Algunas noches paso por un conservatorio que hay cerca de la redacción. Veo en la acera y en una explanada cercana un montón de coches aparcados como han podido. En ellos, padres que esperan. Radios que suenan, pantallas de móvil que brillan, cigarrillos que iluminan. Padres que esperan. Y solo es lunes.

Martes. Tres trenes en una sola mañana. La inmensidad de Andalucía. Hay obras en la estación de Córdoba, lejana y sola. Gentío. Esa punzada de inseguridad cuando uno va solo y tiene que hacer varios trasbordos. Esa duda picantona sobre si ese es, efectivamente, el tren que va a tu destino. No hay enchufes para los móviles y portátiles, me hace notar un señor que se parece a Leonardo de Caprio. Acto seguido abre una novela de Galdós. Me viene a la memoria aquella escena de El Lobo de Wall Street en la que Di Caprio da un fiestón en un yate para un compañero que acaba de salir de la cárcel. Veo olivares sin cesar, pueblines, ciudades. Veo gente a la que probablemente nunca veré más. Incluso si se trata de un tren moderno y aséptico con gente que huele a colonia, no es el caso, los trenes me parecen literarios. Supongo que a los ingenieros les surgirán otras sensaciones e ideas. Ya no hay niños que sueñen con ser maquinistas.

Miércoles. No sé si cenar o escribir un prólogo. Ensalada de gulas con escarola y un López de Haro. Me está produciendo una importante desesperación El juego del calamar. Quiero decir, que podría durar un poco menos. Tener un episodio menos. Encima, el final queda abierto. La segunda temporada igual la veo, si la veo, como un faster. Pasando rápido la imagen. Es una aberración, pero tiene su aquel. Yo de hecho, acelero algunos tramos del Telediario.

Jueves. Ventisca. El primer día que verdaderamente necesito una chaqueta. Aún a sabiendas de los precios me refugio de las inclemencias en una de esas elegantes cafeterías que tienen en la merienda su hora estelar. Lo malo es que son las nueve de la mañana. La somnolencia del camarero es notoria. El café está bueno. Urge una ruta de los cafés malos. Hay muchos sitios a evitar. Ejecutivos en una mesa. En otra unos turistas. El jamón york está tieso pero el pan es bueno. La señora que cobra podría estar igualmente en la ventanilla del Ministerio de Industria diciéndole a uno que vuelva mañana, que le falta un papel. Apuesto a que la gran lámpara que preside esa zona tiene alguna bombilla fundida. Reconfortado, y clavado, camino hacia la sede central del diario. Nos engolfamos en una tertulia sobre los líos del PSOE local. Ay, todo eso que no se puede publicar. Escribo para el suplemento de libros de este diario una reseña sobre ‘Horas muertas’, de Garriga Vela. «Me crucé con Krauel por una calle de Dublín siete años después de su muerte» . Escribo una columna y un suelto y me entra antojo de comida asiática. No sé comprar aún así sale un almuerzo decente. Entre gyozas y arroz dos delicias vemos el programa de León Gross. Entrevista con entereza y mucho tino al correoso ministro de las pensiones, Escrivá, que estuvo en el plató. Siesta, café. Trabajo un rato y me pongo luego la camisa de los daiquiris. Un buen viernes no lo tiene cualquiera.

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