Opinión | Crónicas de Málaga

Repensar el Centro, una urgencia de la Málaga postcovid

La sensación de la pérdida de identidad del Centro es algo ya transversal a malagueños de toda procedencia e ideología

Imagen del Centro Histórico de Málaga en marzo de 2020, justo en los primeros días de confinamiento.

Imagen del Centro Histórico de Málaga en marzo de 2020, justo en los primeros días de confinamiento. / EFE

Tenía ganas de volver a la vida bella que, a veces, me regala mi ciudad en esas tardes azul caramelo en las que el sol se derrama sobre los edificios restaurados del Centro; tenía ganas de volver a pasear por Pedregalejo y oler, de nuevo, los espetos de sardinas que palpitan chispeantes sobre barcas antiguas y sabias que sonríen con un regusto fenicio en su proa; tenía ganas de volver a reencontrarme con los amigos y familiares, tocarlos, besarlos, abrazarlos, sentir el pulso ajeno en carne propia después de un año y medio en el que la soledad de la muerte y de la enfermedad, la peor de las soledades que podría haber reflejado Antonio Machado, nos dejó esta tierra, esta ciudad convertida en un páramo; quería ver a la ciudad volviendo a existir, a susurrar, a agostarse en este otoño suave y seductor que, con un frío templado, nos dice que nos quiere sin llegar a abrazarnos del todo, no sea que nos encariñemos demasiado. Tenía ganas de sacar entradas para cualquier actuación musical o para escuchar el repertorio de cualquier monologuista; tenía ganas de comer con mis compadres Patrick Tuite y Jesús Díaz Domínguez, cofrades, escritores y guardianes de la esencia malaguita que tan notablemente reseñan en sus libros; tenía ganas de abrazar a mi sobrino mayor mientras corre en la Plaza de la Constitución tras beberse un Cola Cao gigantesco y sonríe a su ciudad, que es la mía propia y que ahora veo a través de sus ojos ingenuos y soñadores; tenías ganas, en definitiva, de volver a vivir, de aspirar de nuevo el olor del incienso e imaginarme capirotes de colores diferentes llenando las calles; me moría por ver hordas de guiris dando vueltas a la Catedral buscando una explicación a que, en medio de una ciudad abierta, turquesa y amante de la infancia, exista un templo como ese, una obra cumbre de la integración de estilos arquitectónicos y artísticos, que diría su guardián, el gran arquitecto Juan Manuel Sánchez La Chica, preocupado, como muchos, por ese techo lleno de goteras y filtraciones y por las rajas que presenta la pared de la iglesia del Sagrario.

Todo eso quería volver a palparlo, a verlo. Y lo he hecho, no crean, he vuelto a disfrutar de mi ciudad, de mi Centro Histórico, de Teatinos y sus bares, de paseos en el parque de la Barrera mientras miro de reojo cómo las aves echan el vuelo para huir del frío. Lo he hecho. Lo repito. Pero también he vuelto a comprobar que estamos perdiendo el Centro Histórico. Ya lo habíamos visto mucho antes de que estallase la pandemia: cómo, en cierta manera, el malagueño se había divorciado del corazón de la ciudad, tal vez por el turismo. Que vengan los turistas es bueno, claro, no hay otra. Es la industria sobre cuyo lomo cabalgamos hacia la supervivencia económica. El caso es que ha sido volver y fijarme con más intensidad que en otras ocasiones en que las franquicias hosteleras han copado casi todos los locales, y hablo de franquicias, no de los restaurantes de siempre, uno de cuyos dueños se quejaba precisamente de eso, de la pérdida de identidad y de sabor que nos dejamos ante lo que viene de fuera y aquí abrazamos acríticamente. He palpado cómo los comercios de siempre se pierden poco a poco, cómo la comida, salvo en algunos puntos concretos, no es la nuestra, sino cualquiera importada, posiblemente excelente, pero no es la de aquí; he constatado cómo a algunos amigos queridos, sean de la ideología que sean (es curiosa la transversalidad que hay en esto), están preocupados por esa deriva identitaria que se agita cansada sobre el turismo de bajo coste que, en cierta manera, sigue poniendo sus ojos en la ciudad. Me lo ha dicho también un hostelero que lleva más de tres décadas observando el corazón de la ciudad desde su atalaya de cocina de calidad y la atención de siempre. Y otra amiga que se muestra preocupada por esa comida que no es la nuestra, por esas tiendas franquicia que engullen a nuestros comerciantes de toda la vida, los que el otro día casi se desviven por llevarle a mi madre unas zapatillas para regalar como las que ella quería, los que pasan un rato, con toda la paciencia del mundo y una sonrisa en la cara, junto al cliente buscando la prenda exacta que le favorezca. Se queja el hostelero amigo de lo que viene a veces: un turismo que casa mal con la excelencia que vende Málaga por ahí; se queja mi amiga, mientras comemos en un restaurante tradicional de Strachan en el que aún saben cómo engatusar al cliente y hacerlo un dependiente de su cocina con platos locales de calidad, de que esa empanada que ha visto engullir a un guiri no es nuestra empanada, «estamos perdiendo Málaga», declara. Insisto: es una sensación transversal que afecta a muchos de los que me rodean, ya existente antes de la pandemia y que, después de esta época de desolación y dolor, han podido constatar ya en toda su extensión y profundidad. Ya sucedía, pero en esto, como en tantas cosas, la pandemia ha actuado como una aceleradora de tendencias. Hay quien habla de las viviendas turísticas, otros piden embridar, en cierta manera, esta turistificación desaforada. No pido una opa hostil al modelo, sino que le demos una pensada para que todos podamos convivir con él y, de paso, recuperemos, en lo que se pueda, el Centro. Claro que ha mejorado desde los años ochenta, tanto que casi lo estamos perdiendo. Ahora que no es tarde, reflexionemos al respecto, repensemos nuestro casco antiguo, de forma que, al menos, podamos detener la sangría identitaria y todos podamos convivir con él. Málaga se lo merece.