Opinión | De buena tinta
¡Levanta la voz!
Muy al contrario de lo que muchos creen, la Iglesia no es un cortijo amurallado que sobrevive ajeno a las inevitables variantes sociológicas que se suceden a lo largo de la tortuosa escala de los siglos. Profundizar o discernir sobre los signos de los tiempos que refería el Concilio Vaticano II implica que todos aquellos que nos decimos creyentes debemos asumir con meridiana claridad que, en la historia y en la cultura en la que convivimos, Dios sigue haciéndose presente de mil maneras para provocar otros mil nuevos caminos de actuación y renovación eclesial que tomen cuerpo en la sociedad.
Que en la Iglesia subsistan realidades discutibles no es algo que yo les vaya a replicar, puesto que en el nefasto arte de errar, ya sea a sabiendas o de manera culposa, se hace partícipe, por propia naturaleza, cada grupo humano: no quedan libres de esa carga los partidos políticos, las instituciones, los cargos públicos, la judicatura, las representaciones sindicales, las oenegés, las comunidades de propietarios, las empresas o incluso, no lo olviden, el propio hogar de cada cual: conglomerados humanos todos ellos que tampoco debieran alzarse como dignos de tirar la primera piedra.
Sin embargo, la Iglesia no es una mera agrupación, corporación o colectivo puesto que, le pese a quien le pese, gracias a esa realidad que la envuelve y la trasciende, lejos de conformarse y enquistarse sin más en sus particulares grietas, siempre ha buscado por propia definición el impulso universal de ese Pueblo de Dios que se adapta a los tiempos para levantarse en bloque y seguir caminando hacia el llamado a la santidad, que diría el papa Francisco.
También Juan XXIII, otro pontífice afín al carisma del santo de Asís, nos recordaba en su momento que, tomando como bandera ese mandato del Evangelio de Mateo en el que se nos exhorta a reconocer los ya referidos signos de los tiempos, aún debemos ser capaces de abrir los ojos y llenar la lengua de esperanza. Es por ello que, a pesar de vivir inmersos en esta época sombría donde prima la dureza del individualismo, el materialismo, las pandemias y las inercias de los poderes fácticos y económicos globales, todavía percibimos, aquí y allá, numerosos testimonios e indicios de humanidad que parecieran auspiciar mejores horizontes para la Iglesia y para el mundo.
En mitad de tales trances, la sinodalidad aflora en la Iglesia no como el último invento del milenio, sino como una realidad constitutiva donde se refleja su particular forma de obrar en comunión con el arrojo y la participación activa de cada uno de sus miembros. Y es por ello que, si bien el sínodo se configura como un organismo de naturaleza episcopal, ni mucho menos se encierra en sí mismo, puesto que, precisamente a través de los obispos, se propicia e impulsa la manifestación del parecer inicial de las Iglesias locales para dar voz a todo el pueblo de Dios: presbíteros, diáconos, asociaciones, consagrados y fieles.
Vivimos, pues, tiempos eclesiales en los que se nos invita a soñar en corresponsabilidad. Unos tiempos en los que también se nos recuerda que, a pesar del polvo del camino, seguimos caminando y seguimos planteando. Porque la Iglesia, decía hace unos días fray Severino Calderón, «necesita estar cerca de la vida de todos y escuchar a todos, especialmente a los pobres y a los que no tienen voz».
«¡Levanta la voz por los que no tienen voz!», clama el libro de los Proverbios. ¿Cómo potenciar un camino en comunión? ¿Escuchamos la voz de los silenciados? ¿Hablamos y denunciamos con claridad y valentía? ¿Qué traducción reflejan en nuestros días la celebración eucarística, la escucha de la Palabra y la misión? ¿Cómo propiciar de manera efectiva el diálogo entre la Iglesia y otros sectores de la sociedad? ¿Cómo crecer desde el ecumenismo? ¿Cómo integrar armónicamente la autoridad con la participación corresponsable?
Mucho queda por decir, mucho por discernir, mucho por desbrozar en el camino, pero, sin duda alguna, lo que claramente queda es una Iglesia que permanece viva al soplo del Espíritu, que sostiene y busca sostener en la caridad a los que poco cuentan y que, por encima de sus tropiezos y sus fragilidades, sigue testimoniando su mensaje a viva voz, con las puertas bien abiertas y más allá de toda pandemia y toda oscuridad.
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