Opinión | Mis días marinos

Amalia

aMALIA

aMALIA / Mariano Vergara

Hace un día desapacible y ventoso este 11 de febrero como suele ser este mes en nuestra querida Málaga. Crujen los troncos de nuestros árboles y se cimbrean nuestras exóticas palmeras, clasificadas y catalogadas por nosotros dos. Pero hace un año, querido Jorge, que te fuiste para siempre y no he querido dejar de venir este día a pasear por los senderos de La Concepción, nuestra mejor creación, o al menos la que más hemos amado. Como solíamos hacer casi todas las tardes en las que nuestros innumerables amigos y nuestros queridos hijos nos dejaban un poco de paz, de silencio y de sosiego para recreo de nuestras almas. Siempre juntas desde aquel lejano día de mayo de mil ochocientos cincuenta, en que entré como una hermosa doncella vestida de blanco virginal en la parroquia de San Juan para unir mi vida para siempre, profundamente enamorada de ti, aquel mocetón rubicundo de ojos intensamente azules, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza, que el Señor nos concedió con largueza y en la pobreza, que ahora me temo que nos acecha. Y ya no puedo contar contigo, Jorge. Estoy sola.

Y nuestro inolvidable viaje de bodas por Europa, que preparaste con tanto amor y que fue el origen de todo lo que me rodea ahora. Visitamos ciudades, villas, castillos, palacios, balnearios durante seis meses. Pero lo que conmovió nuestras almas fueron los jardines deslumbrantes que contemplamos y paseamos. Y tomamos la decisión de hacer el nuestro particular al regresar a Málaga. Y construimos el paraíso, movidos por nuestra ilusión y arrebatados por la pasión, comprando parcelas y suertes de tierras en viñedos y secarrales, que fuimos juntando, labrando y sembrando, no con semillas que trajeran nuestros barcos – aunque alguna sí creo que trajeron – como esa leyenda divertida, que inventaron los románticos. Simplemente empezamos a comprar plantas por los viveros de España y Francia. El clima de nuestra tierra bendita y el jardinero señor Chamoussent hicieron el resto. El más hermoso jardín tropical de España en el que recibimos a lo más granado de la política, la literatura y la intelectualidad española en aquellas fiestas y saraos en las que representábamos pequeñas obras de teatro para ellos, mientras nuestro cocinero Moyano preparaba exquisiteces, que después escribía en un recetario.

No sé, Jorge, si el frío que siento es consecuencia de la humedad que sube por el Guadalmedina desde el mar, o es simplemente el helor que tu muerte ha dejado en mis manos, siempre heladas aunque use guantes. Antes tenía el refugio de las tuyas, siempre tibias, anchas y fuertes, que me acunaban, mientras que ahora la soledad es mi única compañera y solamente el recuerdo de los días felices consigue levemente atenuar la tristeza que asola mi corazón. Cuánta ilusión, esfuerzo, trabajo, dedicación, estudio y cariño pusimos los dos en construir nuestro hogar aquí. Porque este era realmente nuestro hogar y el de nuestros nueve hijos, a pesar de que la Santa Voluntad Divina se llevó consigo a cinco de ellos, cosa que acepté mansamente con el corazón desgarrado, especialmente a raíz del vil asesinato de nuestro querido Manuel, cuando había ganado las elecciones y se iba a convertir en el Alcalde Regidor de nuestra ciudad. No todo han sido fiestas, grandeza, creación de nuestro emporio comercial, económico e industrial, ni todos los días de nuestra existencia juntos fueron días de dulces mieles.

Antes de salir a pasear por el jardín, he estado un rato en nuestra biblioteca de seis mil libros, simplemente acariciando sus cubiertas de cuero «en passant», pero realmente sin interés ahora en la lectura, porque no puedo concentrarme en ella y hasta determinados párrafos, que solíamos leer juntos, hacen que las lágrimas afloren a mis ojos. Y sé que eso no te gustaría. Pero he recordado y añorado nuestras largas conversaciones literarias y sobre todo políticas – a los dos siempre nos apasionó la política - con nuestros grandes y buenos amigos, Romero Robledo, Sagasta, nuestro yerno Silvela y sobre todo, nuestro querido y admirado Antonio Cánovas del Castillo, que tantas reuniones secretas y conspiratorias celebró en nuestra casa de la calle de Alcalá en Madrid, o en la Alameda de Málaga, preparando la vuelta al trono del Rey Nuestro Señor Don Alfonso XII, cuya visita a esta casa recuerdo como si fuera ayer. Y hasta he vuelto a reír al recordar la indignación de Antonio el día que le llegó aquí, a La Concepción, la noticia de que su labor de encaje de bolillos para una Restauración pacífica, la había destrozado Martínez Campos con su levantamiento en Sagunto. Aquél día ceceó más que nunca. Parece increíble que haya sido asesinado. Qué llevamos en los genes, Jorge, para no poder ser un país normal? Aunque muchos grandes personajes que nos honraron con su visita han tenido un mismo final en este siglo de nihilismo, anarquismo y abominación. Acuérdate del día que nos visitó la Emperatriz Isabel de Austria, aquella hermosísima gran señora, andariega incansable, de cintura de avispa, larguísima cabellera, extraño humor inestable y la tristeza clavada en el azul de sus ojos sin brillo. Al poco tiempo también fue asesinada en Ginebra, como recordarás. He pasado un rato rezando en la capilla, he dado algunas instrucciones al personal de la casa y he salido al jardín, que empieza a adquirir los colores de la próxima primavera y espero ansiosa la floración de las glicinias en la pérgola para sacar mi costurero y empezar a hacer alguna labor, que entretenga y acorte mis horas. Por cierto que lo que llamábamos «la otra capilla», «la catedral gótica de bambúes»,presenta un aspecto esplendoroso, aunque es posible que la veas desde el Cielo, donde seguro que te encuentras. Allí también he rezado, porque ese lugar lo plantamos nosotros con los bambúes de Dios y seguramente los ruegos llegarán arriba mucho antes. Siempre fuiste un hombre justo y bueno, trabajador infatigable, generoso hasta el derroche, como cuando en la peste del año cincuenta y cuatro ordenaste, a instancias mías, reconócelo, que todas las medicinas y remedios para los pobres y menesterosos correrían de nuestra cuenta. Motivo por el que S.M. la Reina tuvo la gentileza y la bondad de concedernos el título nobiliario de marqueses de Casa-Loring.

Acabo de llegar en mi paseo a nuestro museo, el Loringiano, como tan acertadamente lo bautizó nuestro querido cuñado Rodríguez de Berlanga, que tanto nos ayudó a coleccionar mármoles y bronces romanos. Me he sentado en la preciosa exedra y hasta he reído recordando las discusiones doctrinales que Manuel sostenía con los pedantes arqueólogos franceses que dudaban de su competencia y de la autenticidad de sus hallazgos y tus compras. Labor en la que nos ayudaron Mommsen y nuestro buen amigo Hubner. Como cuando os informaron de la aparición de un bronce en El Ejido, que resultó ser la desconocida Lex Flavia Malacitana y que salvasteis en el último momento de ser fundida por un chatarrero de la calle de la Compañía. Aunque el museo presenta ahora un aspecto un tanto desolado, tengo que decirte que siempre te apoyé en tu decisión de vender parte de la colección al Estado. Los dos sabíamos que era la única salida para salvarlos de la destrucción y el desperdigamiento. Todo lo hiciste bien hasta el final.

Si me pidieran que explicara como eras, Jorge, creo que no tendría excesiva importancia, ni la creación del Banco de Málaga, ni los altos hornos, ni los veintitantos barcos que llegamos a tener en la flota que exportaba nuestros productos a todo el mundo, ni tu labor política, ni ser mecenas, ni coleccionista de arte, ni bibliófilo, ni arqueólogo, ni tu labor social, ni… lo más importante sería haber sido un fiel compañero, un padre amantísimo, un marido ejemplar, el amor de la vida de una mujer que intentó estar a tu altura. Y a tu lado.

Empieza a anochecer. El viento arrecia. Creo que voy a marchar para casa. Siento frío. Me arropo en mi toquilla y emprendo sola el camino y escucho mis pisadas sobre las hojas que el vuelo de mi traje negro arrastra. Buenas noches, querido Jorge. Creo que pronto estaremos juntos de nuevo.

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