Opinión | Tribuna

Brenan y los braseros

España es la patria chica de lo sui géneris. Es un mal comienzo. Este diminutivo, en el contexto de una ‘Grande y Libre’ como ésta en la que vivimos; igual no pega. Eso sí, el águila quedó desplumada y el frío la carcome porque no hay cuartos para pagar la luz. Como explicaba Machado, la mitad del país negaría lo de chica y patria; mientras la otra mitad se desentendería hasta del término ‘España’ por su odio patológico a lo patriótico, una tensión que cada día nos hunde más. Como puedo, prefiero adoptar la postura del observador, que es la machadiana, la de Galdós o la del propio Chaves Nogales, que algo bueno tiene el escribiente. Odio los modismos y como nos movemos en la era de lo chabacano, mediocre y soez; gramatical y lingüísticamente hablando, ahora no paramos de escuchar eso de ‘ha llegado para quedarse’. Sale de la tele y lo escupe la boca del político y, como una mancha negra, lo impregna todo en cuestión de días.

No hay cosa tras la pandemia que no haya quedado para quedarse. Ha llegado para quedarse el teletrabajo; la mascarilla; el dinero electrónico; las consultas virtuales con el médico, el comercio electrónico, la carne sin carne y hasta la suegra de mis vecinos del Bajo C. Sin embargo, todos vivíamos aquí y ninguno quería irse. Yo, por mi parte, y ahora que estamos en temporada de castañas; echo de menos la España de la mesa camilla. La de antes; no la de ahora. El centenario fenómeno del ‘mesacamillismo’ fue descrito excepcionalmente por uno de mis intelectuales de cabecera, el maestro Brenan. Dos palabras -más o menos- fueron las primeras que aprendió a decir en español el héroe de guerra británico jubilado en la Andalucía profunda: Retrete y brasero. El ‘Gerardico’ de La Alpujarra se sorprendía al ver como tras cada puesta de sol en Yeguen, decenas de almas envueltas en pañuelos negros, literalmente «se arremolinaban alrededor de una mesa de madera vieja cubierta por un paño bajo la que echaban una palada de ascuas vivas a la que se sucedían unas cuantas palabras de cortesía y los comentarios de lo acontecido durante el día», contaba en ‘Al Sur de Granada’.

Alguien de la Andalucía interior como yo conoce bien el poder del brasero. No me sorprendió esto, pero sí que Brenan y otros autores de la época se hicieran eco de una práctica tan castiza. Les debió causar un fuerte impacto. El ‘mesacamillismo’ es eso que ‘no necesita haber llegado para quedarse’ porque ya estaba. De él ya se hacían eco los noticieros trogloditas de los hombres del Paleolítico en las primeras cuevas de los abrigos rocosos de Despeñaperros o de Los Pedroches. La mesa camilla continúa instaurada, santificada y vanagloriada por los siglos de los siglos, sin que su poco glamour cause menoscabo a su utilidad pública. Además, hace unos meses acuñé el término en colaboración con un amigo de tertulia.

Lo del mesacamillismo no es para tomárselo a broma, la verdad. Alrededor de un brasero de carbonilla se han gestado tratos imperiales, se han cortado cabezas, se han comprado y vendido tantos favores que si se colocaran en línea recta darían varias veces la vuelta al mundo. Sobre las sayas de pana de la mesa de invierno se han trazado planes de guerra, se han tejido idilios, han corrido ríos de tinta en folios de revolucionarios y se han vertido más chismes, rumores, dimes y dirites que en toda la saga histórica de programas de ‘Sálvame Deluxe’.

Estos otoños cortos que son resacas de veranos infinitos han dejado a la España interior descafeinada y al ‘mesacamillismo’ al borde de la extinción. De ahí que me alegre tanto de la llegada de los primeros fríos de noviembre para correr a la tintorería en busca de la ‘ropa’ de cama que tan diligentemente plegué y ensucié -a base de uso- el año anterior. La recojo impoluta y, retrotrayéndome a las largas noches de enero, comienzo a soñar con el próximo chisme, la charla inacabada en casa de mis tíos, la copa a medias en el sofá de aquella novia de antaño y tantas otras historias de leña y picón. Al tiempo lamento la mala suerte de los que habitan en los climas tropicales de la Andalucía septentrional. Los pobres no pueden disfrutar de un buen ‘sopor’ con las piernas en carne viva y el lento discurso al oído del narrador de los documentales de La 2 que tan buen servicio realiza al cierre del párpado. ¡Es todo tan folk que sólo falta Bob Dylan!