Opinión | DE BUENA TINTA

La teta infinita

« El mundo ha cambiado: lo siento en el agua, lo siento en la tierra, lo huelo en el aire». Así nos lo anunciaba, en el ecuador de Las dos torres, el señor de los pastores de árboles. La vida, por pura y esencial definición, es absolutamente imprevisible, al igual que el amanecer: que el sol haya decidido brillar durante más de cuatro mil millones de años no quiere decir que un buen día, tal vez mañana, no se pueda despertar cruzado y decida, por qué no, dejar de hacerlo. Y sin embargo, frente a estas grandes verdades de cajón, hete aquí que la ciega humanidad, ajena a comprender jamás la gran certeza de lo fortuito, hace de dos compases su regla y, con tan sólo un cuarto de hora de protagonismo en la existencia, pretende consagrar normas eternas donde no hay sujeción alguna.

De repente, en un lapso de años más que breve, han acontecido fenómenos a escala planetaria que vienen a insertar lo distópico entre los linderos de la cotidianeidad más común. Al igual que el tartar de salmón, que hace una semana era plato de carta gourmet y, sin embargo, hoy por hoy se alza como fondo de armario de la más común de las tascas. Ya saben, las cosas de esta vida mercenaria: hoy eres alguien y mañana nadie, o viceversa.

Con todo, hay cosas que no se ven más por no querer que por no poder. ¿O acaso pensamos que, a pesar de que Einstein sólo asociara lo infinito al cosmos y a la estupidez humana, íbamos a poder chupar ininterrumpidamente de los caladeros de la madre tierra sin que llegara el día en que los estertores previos a la ruina comenzaran a doblar las campanas?

Durante bastante tiempo hemos jugado a ser los dueños de la creación y los superhombres de los existencialismos como para extrañarnos ahora de que la teta del mundo no sólo no sea infinita, sino de que, además, se engurruña: verbo magnífico, engurruñir, allá donde los haya. Y tan es así que, comiéndolo y bebiéndolo, tal día como hoy, verbigracia, acontece el momento en el que nos damos cuenta, ¡mundo cruel!, de que ni el petróleo ni el gas son infinitos, que las pandemias acontecen, que para lo que nos resta de vida tendremos que seguir vacunándonos dos o tres veces al año, que nos quedamos sin papel y que las crisis energéticas y los guiños de los apagones globales amenazan con arrojarnos al campo que haya quedado libre de volcanes, tsunamis y terremotos, siempre con permiso, por supuesto, del deshielo y de los veinte grados en mitad de diciembre.

Por lo demás, bien es verdad que con plena consciencia sabíamos que los recursos alimenticios y demás garantes de las mínimas necesidades de subsistencia no estaban asegurados en según qué zonas del planeta, pero ya saben: al referido horizonte de la distopía únicamente se le da cancha mediática y bombo de credibilidad cuando las carencias y los peligros inminentes amenazan con perjudicar las cotas de bienestar del primer mundo.

«¿Qué nos quedará por ver?», diría mi abuela materna, que en paz descanse. Y es que el ser humano de los tiempos presentes está cada vez más preparado para vivir con todo, y cada vez menos preparado para vivir sin nada. Posiblemente, ya sólo nuestros mayores sepan darnos consejos a este respecto porque, ¿qué se puede esperar de esas juventudes pipiolas que viven creyendo que las coliflores nacen en el camión de Amazon y que se arrojan en masa por los barrancos más cercanos cuando se quedan sin wifi?

Y así nos va, y así nos vemos: tambaleándonos entre vacunas, fenomenologías meteorológicas adversas y amenazas futuristas propias del más crudo de los capítulos de Black Mirror. Tal cual, insisto: viéndolas más que venir en un mundo que se despereza para susurrarnos aquello de «no te digo trigo por no llamarte Rodrigo», que diría el gran Chiquito. Un mundo que, sin necesidad ni obligación de dar más avisos de los que tiempo ha que lleva dando, puestos a reventar o a partirse en dos, lo mismo le da ya, que le da lo mismo, salir por bulerías que por peteneras; mientras que nosotros, pobres infelices, sólo entonces, al final, cuando ya no haya remedio, será cuando lo entendamos.