Opinión | Tribuna

Gilipollas (ser o estar)

Leonardo DiCaprio, en una imagen de 'No mires arriba'.

Leonardo DiCaprio, en una imagen de 'No mires arriba'.

No mires arriba’. O sí. A lo mejor es necesario hacerlo más. Es el título de la última película de Leonardo DiCaprio, Meryl Streep y otros rostros conocidos del gran formato. El largo está dando que hablar en esta resaca ‘posChristmasCovid’ y divide a sus defensores y detractores en una especie de guerra civil fílmica en la que tampoco voy a entrar porque prefiero priorizar las preocupaciones. Los problemas no escasean. Ya que estamos, diré que la cinta se me cruzó por casualidad. Andaba cerrando flecos de un proyecto audiovisual con un amigo de Almería y de repente surgió. Sirvió como fondo de armario para uno de los días sin principio ni fin en los que acabaron convirtiéndose estas fiestas; a mi juicio, las más aburridas y tristes del siglo, como todo lo que toca la mano del Covid o como demonios quieran llamarlo ahora. Ya no soy de Netflix pero aquella tarde, en casa de Roberto y dando un voltio por el plasma, no había nada mejor que ver. Voy a ahorrarme toda la verborrea técnica, detalles de puristas, virguerías guionísticas, fuegos de artificio y psicomagias cinematográficas varias que para eso ya están los ‘expertos’ que siguen la estela de los Boyero y compañía. No voy a meterme en algo donde tengo todas las de perder, ya que la experiencia me ha hecho seleccionar bien los palos que quiero recibir.

‘No mires hacia arriba’ no es una obra maestra ni creo que vaya a reescribir los códigos del séptimo arte. Hasta ahí estaremos de acuerdo. De todas formas, no difiere de los churros que se hacen en estos tiempos de refrito en refrito y copia/pega que nos hacen añorar las joyas del celuloide, esas que dejaron de hacerse hace medio siglo, aunque de vez en cuando aparezca un mirlo. Su trama, la destrucción del planeta, es otro de los topicazos manidos. Pero es que ese tampoco es el tema. No se trata de los diálogos, ni del contenido, ni de las interpretaciones, ni de los recursos, ni de ninguna de las tonterías varias que le dan cuerpo.

El ‘kit’ de la cuestión -y es ahí donde le veo la gracia- es que, como mínimo, apunta a la dirección en la que caminamos. Nos estamos volviendo tan patéticos como nos quieren hacer ver en la cinta y, valga la redundancia, es que somos tan gilipollas que, como norma general, ya ni siquiera nos sentimos identificados con esta caricatura colectiva de la sociedad occidental postdigital y de masas. Ahí es donde, como experimento sociológico, pondría yo el foco. La clásica chorrada con pretensiones; «hora y media de metraje del malo; lo peor de lo peor», deja un mal sabor de boca y un mensaje entre líneas que sí que debería hacernos llorar porque se acerca tanto a la realidad en la que andamos enfangados que deberíamos vernos retratados en ella. Pero no lo vemos y se sabe que lo que no se ve no se puede cambiar.

Nos han colocado un espejo que nos devuelve una mirada de completos fantoches pegados a las tendencias, al postureo, a la hipocresía, a la crítica fácil, al juicio, a la superficialidad, al ‘bienquedismo’, al discurso para niños y a tantos otros elementos pueriles y anodinos que acabarían con todos los calificativos de la RAE. Parece que no lo vemos o, en el peor de lo casos, nos referimos a ello como una hiperbólica visión de los males de estos tiempos, «que desde luego están fuera de contexto». Reírse ya no tiene gracia cuando la venda es tan grande como la del protagonista en paños menores de ‘El traje del Emperador’.

Ayer, la sección de Deportes de uno de los informativos más visto del país abría con una especie de spot de la selección española de balonmano -creo- en el que correteaban lobos junto a deportistas en corto con pieles de oso colgadas al hombro y una narración en ‘off’ sobre la épica y no sé cuantas tonterías más tipo «ir a por ellos» que hasta sacó los colores de mi hija pequeña mientras apuraba el plato de lentejas. El presentador, encima, añadía leña al fuego subiendo la intensidad de la escena hasta un nivel insoportable que lo asimilaba al típico vídeo de la adolescente ‘influencer’ de Instagram. Se supone que es un informativo ¡Dios Santo! Pero claro, qué se puede pedir, cuando se pasan el día entero contando. Ya sean incidencias acumuladas o voltios en la factura de la luz. Qué contarán cuando pasen dos meses más… ¿balas en Ucrania? A lo mejor ahí sí hay una noticia.

Me dio tanta vergüenza ajena, de la de verdad, que hasta me llegué a sentir violento frente a aquel esperpento que es tendencia y moda aplicada. Entonces entendí parte del mensaje de la cuestionada película de Di Caprio; ese que parece no verse en toda su intensidad; el que habla del discurso infantilizado, acrítico, volátil, enfermizo, ramplón, fácil, tonto. Se encuentra en la música, en la moda, en los informativos, en la manera de interactuar, en la cultura dominante. Llega como atracón a toda una sociedad de hombres y mujeres a los que es mejor no contar la verdad para no traumatizarles. Es la inmunidad dialéctica de rebaño, la tendencia de no pensar porque duele la cabeza. Son todos los argumentos que nos ponen en el camino del espejo de curvas deformes que debería trasladar el feo reflejo de aquello en los que nos convertimos, pero que a la mayoría solo le devuelve un ‘soy perfecto’ salpicado de blancas larvas que luchan por devorar al Dorian Gray de turno. Pues eso, ¡Feliz 2022!