Opinión | Mis días marinos

Evocaciones filipinas

. Algunos señores mayores y algún whisky de más bailaban en la pista, sueltos, con escaso ritmo y nulo éxito

. Algunos señores mayores y algún whisky de más bailaban en la pista, sueltos, con escaso ritmo y nulo éxito / Mariano Vergara

Nostálgica es la memoria que evoca un ayer en que los cuerpos jóvenes de piel tersa en cuerpos esbeltos y gráciles, mostraban todo su esplendor a la llegada del verano, cuya gloriosa contemplación provocaba en los ojos, ya de por sí entonces vivos y brillantes, un chispazo de fulgor. Cuerpos hoy desfondados y celulíticos, de piel colgante y tonos mate en los que las cinturas de junco se han convertido en plátanos de Indias y las miradas se han convertido en apagadas velas. Como los de Lucian Freud. Campos de soledad, mustios collados.

Cuando llegaba el verano, nos íbamos a una finca de mis tíos cerca de la Azucarera, al otro lado del río que desembocaba en el mar entre cañaverales y alguna rana nudista. Con una desolada playa «privada», porque el carril, flanqueado de altos eucaliptos y campos de caña de azúcar, tenía una barrera con guarda y había que cruzar la finca. Y eso no era fácil en aquel tiempo. ‘Las Marismas de Nuestra Señora del Carmen’, después convertida en ‘Guadalmar’, cuando llegaron los filipinos. Allí pudo crearse algo similar a lo que hoy es Sotogrande, porque los mismos que llegaron con esa idea, se vieron obligados a trasladar el proyecto cien kilómetros al oeste, ante las dificultades burocráticas, administrativas, aéreas y de todo tipo que se plantearon por parte de las administraciones públicas de entonces, que aunque eran la cuarta parte de las ahora existentes, cuyo celo protector de lo que nos conviene hacer con nuestras vidas y lo que no, era tan encarnizado como el actual. La corrección política era otra. Pero la había y de qué manera. Por eso se fueron los filipinos y Guadalmar se convirtió en lo que hoy es.

Filipinas, así bautizada en honor al gran Rey Felipe II por Ruy López de Villalobos, malagueño olvidado como tantos otros. Filipinas, que evoca lejanía, melancólica nostalgia de habanera, exotismo, flora salvaje en selvas tropicales donde florece la catalpa en el calor húmedo de los diluvios monzónicos. «Yo te diré por qué mi canción te llama sin cesar, me falta tu risa, me faltan tus besos, me falta tu despertar». El fin de un imperio en el que el sol, que figura en el escudo nacional filipino, era un elemento más de la vida imperial, el compañero constante y fiel en los veinte millones de kilómetros cuadrados de los españoles de todas las razas, que poblaban la Tierra, que entonces giraba al son de una lenta y armoniosa pavana.

Como en todo el tercer mundo, Filipinas es un país en el que existe una vastísima población directamente pobre, una corta clase media y una altísima clase poderosa y rica hasta extremos insospechados, pero compuesta de no más de doscientas familias. Esas familias se casan entre ellas, tienen una fuerte influencia norteamericana, hacen ostentación de su origen hispano, hablan español como signo de distinción y diferenciación y su elegancia exquisita resulta realmente sorprendente, hasta para el más acostumbrado a ambientes refinados. La complicada historia filipina comienza por ser un país compuesto por más de siete mil islas, con más de cien dialectos, incluidos el tagalo y el chabacano, que durante cerca de cuatrocientos años formó parte del Imperio Español. Pero la inmensa mayoría de la población no habla español, ni quedan muchos recuerdos de la presencia española y ello es debido a una conjunción de factores: la lejanía del archipiélago, el hecho de que los agustinos y después los jesuitas aprendieran tagalo para difundir la religión, la II Guerra Mundial, en la que los despiadados japoneses, que tanto admiran algunos despistados, fascinados con el zen y el vacío sintoísta, masacraron a la población y violaron sistemáticamente a las mujeres a las que convirtieron en esclavas sexuales. Mientras tanto la aviación norteamericana arrasó literalmente Manila. Previamente, desde el Noventa y Ocho, Estados Unidos había transformado la Capitanía General de Filipinas en una colonia de la que borraron hasta el más mínimo rastro español, prohibiéndose hasta el idioma. ¿Les suena?

Pues los filipinos que llegaron a Guadalmar eran del grupo selecto, realmente selectos. La elegancia muchas veces empieza por cosas muy simples. Por ejemplo un Club en el que no había que pagar una acción para ser socio. Con la bola negra era suficiente. No era especialmente lujoso, ni ostentoso, se comía decentemente, pero nada del otro mundo, las instalaciones eran simplemente aceptables. Bastaba con unos buenos muebles ingleses en forma de viejos sofás Chester cuarteados, grabados de caballos, mapas y veleros y algunos libros ajados, que nadie leía, como no fuera Pepe Maldonado, conde de Aldama y director del Club, cuando se aburría de estar con «sus niñas», tres señoras viudas, o solteronas, no sé si venidas a menos, que vivían con él. Hacían el resto un pequeño grupo de camareros profesionales, a los que recuerdo con verdadero afecto y cuyo dry martini era mejor que el del Palace de Madrid. A «Pepe, el conde» le sustituyó a su muerte como director Jaime Gross, el querido ‘Jajá’, que era directamente el mejor en el exquisito mundo del dry martini y el claqué. Naturalmente era lógico que hubiera lista de espera para ser socio.

En la playa había un chiringuito en el que resguardarse cuando soplaba el levante, que era casi siempre y nosotros, los jovencitos, solíamos quedarnos en la barra tomando cervezas con el chico que lo atendía, Antonio, ‘el pelúo’, que después se hizo millonario, cuando vendió un terreno de sus padres en la Loma, donde también solíamos ir a comer a una venta llena de moscas. Nada parecido al Negresco. A veces bajaban a la playa Isabel y Beatriz Preysler, seguidas por un tímido Julio Iglesias, aspirante al matrimonio, con la oposición abierta de la familia. Después compuso una canción inspirada allí, que irónicamente empieza con unos versos apropiados al levante «sé de un lugar donde el viento se calma al llegar…» y también solían aparecer Rocío Dúrcal con Junior, también filipino selecto. Siempre llevaban bañadores iguales, aunque diferentes en el número de piezas.

Tiempos felices de fiestas y saraos alrededor de la piscina, de daiquiris que servían los Bacardí en los jardines iluminados por antorchas, que creaban un ambiente bellísimo, aunque su verdadera función era ahuyentar a las escuadrillas de mosquitos que tan típicamente atacaban sin previo aviso de alarmas aéreas. Alguna noche Julio cogía la guitarra y empezaba a cantar, pero tampoco se le hacía mucho caso entonces porque estábamos acostumbrados a verlo y cada cual iba a lo suyo, que era entregar los premios de algún campeonato de mus, natación, tenis y tonterías similares, ligar o emborracharse y tirar al agua a algún pardillo despistado. Algunos señores mayores y algún whisky de más bailaban en la pista, sueltos, con escaso ritmo y nulo éxito. Y las madres mandaban a los hijos a recogerlos porque decían que estaban haciendo el ridículo. Cosa incierta, si estaban bailando con las jovencitas que antes habían representado una escena hawaiana, que les había enseñado la Preysler, aunque en esto pasa como con un negro bailando. Es inigualable. Pues también es imposible que una española mueva la cintura y las caderas como entonces lo hacían las hermanas Preysler, porque ellas eran gatunas, sinuosas, cimbreantes, levemente incitadoras, que es lo que más incita. O excita. Las señoras españolas se sentaban a charlar y reír con trajes veraniegos de firmas francesas en tonos pastel, mientras que las filipinas mayores de pelo azabache recogido y rostros de blanco lechoso, porque jamás tomaban el sol y usaban polvos de arroz, se deslizaban literalmente con vestidos de seda de mangas de globo y vivos colores. El borde de los trajes llegaba hasta el suelo con lo que el movimiento de los pies al caminar era imperceptible. Más que hablar susurraban y se retiraban pronto. Era un mundo muy hermoso, o así lo veo en la distancia del tiempo.

La foto que acompaña a estas líneas corresponde a la jura de mi padre como cónsul de Filipinas en Andalucía Oriental al que yo sucedería años después en el mismo cargo. En el palacio de Santo Mauro, entonces Embajada de Filipinas y hoy hotel del mismo nombre en Zurbano treinta y seis. ¿Quién iba a decirme entonces que sería feliz durante veinte años a pocos metros de allí en el número trece? El embajador, que está a su lado era Mike Stilianopoulos, casado con Pitita Ridruejo, a la que aún no se le había aparecido la Virgen y que tenía un yorkshire, que se llamaba ‘Flush’, como el perro del cuento de Virginia Wolf, con el que se paseaba por los salones, abriendo paso hacia el comedor, mientras su perfil de Nefertiti berlinesa se reflejaba en los espejos. La sombra de la literatura siempre estaba presente en ese mundo, casi siempre de forma solapada, casi conscientemente a escondidas. Demostrar una alta cultura hubiera resultado tedioso. Recuerdo el día que Jaime Gil de Biedma, tan vinculado por su familia con la Compañía de las Indias Orientales y la de Tabacos de Filipinas estuvo en el Club. No sé cuánto bebió, pero ahora lamento no haberme atrevido a charlar con él, por esa estúpida y zangolotina timidez de la primera juventud espinillera y caliente. Me habría encantado que me hubiera contado cuándo se dio cuenta de que la vida iba en serio.