Opinión | Elecciones en Castilla y León

El disputado voto del señor Cayo

Nuestros políticos no han leído a Delibes y la distancia entre el mundo urbano y el rural, lejos de disminuir, ha aumentado

Una imagen de la protesta del mundo rural en Madrid.

Una imagen de la protesta del mundo rural en Madrid. / EP

Miguel Delibes, el escritor de Castilla por definición para mucha gente, publicó en 1979 una novela cuyo título ha pasado al lenguaje coloquial porque define en pocas palabras el choque entre dos culturas, la urbana y la rural, así como el desconocimiento que de esta última tienen la mayoría de los políticos. En 'El disputado voto del señor Cayo' lo que Delibes cuenta es la llegada de unos candidatos en campaña electoral a un diminuto pueblo de Castilla y su encuentro con un viejo campesino que les hace darse cuenta de ese desconocimiento, así como de sus contradicciones.

Cuarenta años después la historia se repite corregida y aumentada, lo que demuestra que nuestros políticos no han leído a Delibes y, también, que la distancia entre el mundo urbano y el rural, lejos de disminuir, ha aumentado tanto cuantitativa como cualitativamente. Mientras que la España urbana ha crecido sin parar, la rural ha disminuido hasta casi desaparecer. Lo cual no impide que en ciertas regiones sus votos sean decisivos a la hora de ganar unas elecciones y, sobre todo, de formar gobierno.

En Castilla y León, donde estos días se libra la campaña electoral más mediática de su historia por circunstancias ajenas a esa autonomía (lo que está en juego tiene muy poco que ver con ella), la importancia del voto rural, por sus características, es mayor que en otras y ello se nota en la gran cantidad de imágenes que llenan estos días las televisiones de políticos recorriendo pueblos y granjas agrícolas a la búsqueda de esos votos que pueden ser decisivos y más en esta ocasión, en la que por primera vez concurren en unas elecciones agrupaciones electorales y nuevos partidos que lo que reivindican es precisamente la existencia y la dignidad de aquellos. La España vacía o vaciada o como quiera denominarse a ese país que desaparece se ha alzado en pie de guerra y amenaza con desequilibrar el tradicional discurso de izquierda y derecha y de los partidos que las representan. A los señores Cayo de las provincias que integran una autonomía que a su inabarcabilidad geográfica y su dispersión demográfica suman su marginación se les ha acabado la paciencia y, aunque pocos, quieren hacerse oír no sólo como hasta ahora cuando se manifiestan detrás de pancartas exigiendo igualdad y respeto sino desde el poder, que es desde donde se pueden cambiar las cosas. La España vaciada, la plataforma en la que se agrupan asociaciones de varias provincias, se ha convertido así en la animadora de unas elecciones en las que, como en todas, los partidos tradicionales se vuelven a dedicar a culparse entre ellos de todos los males y a reivindicar para sí sin ningún pudor unos éxitos que, tratándose de Castilla y León, deberían llenarles de sonrojo. La comunidad autónoma que más población pierde, de la que huyen los jóvenes como de la peste, la que presenta los datos más altos de envejecimiento y más bajos de natalidad, la que simboliza la España que mengua y no cuenta, puede presumir de todo menos de éxitos ¿Si no cómo se explica que una gran parte de su población no pueda votar en sus elecciones porque ha tenido que emigrar de ella y que la que lo puede hacer se va a inclinar en un porcentaje alto según las encuestas por agrupaciones y partidos provinciales o regionales como la Unión del Pueblo Leonés, que lo que reivindica es salir de la autonomía? ¿Es que la gente huye del paraíso?

Pero ahí siguen los de los partidos tradicionales y los de los que muy pronto se han asimilado a ellos después de criticarlos por ser una casta aparte empeñados en no ver la realidad, en culpar al adversario de la desafección de todo ese electorado que por primera vez va a poder expresar su malestar y su hastío reivindicando una realidad que los partidos tradicionales se empeñan en no ver como aquellos candidatos que llegaron a un pueblo perdido de Castilla en la novela de Delibes en las primeras elecciones españolas y en el que se encontraron a solo tres personas, una de ellas ese señor Cayo que les puso frente a un espejo que desconocían y que lo que reflejaba era una realidad distinta de la que ellos vendían y para la que le pedían el voto.

El problema de no ajustar el discurso a la realidad es que a la larga aquel se vuelve inservible y acaba sucediendo lo que ya ha pasado aquí, en este país irreal que existe sólo ya como un trampantojo o como la campana metafórica que el escritor Manuel Vicent dibujaba en una columna periodística, sólida solo en su circunferencia y vacía en su interior y con un badajo en el centro, Madrid, que marca el ritmo del país sin preocuparse mucho por él y, lo que es peor, sin entender lo que en él sucede. Y lo que sucede en España desde hace tiempo, entre otras muchas cosas, es que los perdedores de la política nacional y nacionalista se niegan a seguir siéndolo, a ser siempre los paganos de una política posibilista y del día a día que paga con concesiones continuas a los más fuertes la gobernabilidad del país a costa de los más débiles, que son todos esos Cayos que habitan la España vacía, vaciada o despreciada y que ven pasar el futuro cada vez más lejos de ellos.