Opinión | EL ADARVE

Maldita guerra

La destrucción de la guerra se extiende por Ucrania y con ella, el miedo y la incertidumbre.

La destrucción de la guerra se extiende por Ucrania y con ella, el miedo y la incertidumbre. / Reuters

Qué desastre. Llegó la maldita y temida guerra. Rusia ha comenzado las hostilidades en territorio ucraniano. Después de mucho tiempo de amenazas, de conversaciones hipócritas y de engañosos mensajes (son maniobras militares, son operaciones tácticas, son ejercicios disuasorios…) Rusia ha hecho estallar la guerra en Ucrania. De nada ha servido la diplomacia, el diálogo, las conversaciones telefónicas, las reuniones, las advertencias y las amenazas de sanciones comerciales y de responder a la agresión militar. El presidente Putin, que se ha instalado en el poder desde el año 2000, se ha burlado de todo el mundo, de todas las llamadas a la negociación, de todos los intentos disuasorios. Horas después de decir que estaba dispuesto a llegar a un acuerdo diplomático, dio la orden de invasión. Una trágica burla. Según el presidente de Ucrania, el primer día se has registrado 137 muertos. ¿Quién asume la responsabilidad de la muerte de estos inocntes?

He leído muchas cosas sobre las causas que se invocan para el atropello. Se invoca a la historia y a la cultura, se habla del régimen nazi y del genocidio de un pueblo, se intenta evitar la incorporación de Ucrania a la OTAN… Cientos de argumentos falaces. Todo se puede dilucidar en una mesa de negociación. Malditas armas si no son las palabras.

Mientras escribo, estoy escuchando al presidente de los Estados Unidos que habla de sanciones económicas y cibernéticas a Rusia. No serán suficientes para paralizar la guerra. El Presidente Putin tiene una clara determinación y, como preside una autocracia, no tendrá que justificar sus decisiones como debería hacerse en una democracia. Por otra parte, ha fortalecido su alianza con China, lo que le ofrece un respiro ante las sanciones impuestas por Estados Unidos y por la Unión Europea.

Morirán muchos inocentes, tendrán que emigrar muchas familias, se producirá la destrucción de muchas viviendas, aeropuertos, museos, escuelas, iglesias, comercios, bancos, puentes, carreteras… que se han construido con esfuerzo prolongado. Sobrevendrá la ruina y se producirá la miseria. Añadamos a todos estos males, los daños psicológicos de muchas personas que vivirán el resto de sus vidas soñando con el fragor de la batalla y con la explosión de las bombas. Qué decir de las armas de destrucción masiva y de la guerra química. Nada se descarta.

Pienso en los niños y las niñas que van a ser víctimas del conflicto, que van a morir por la brutal violencia de la guerra o que van a quedar marcados para siempre por el horror de la violencia y la desaparición de sus familias.

¿Qué clase de locura les invade a los gobernantes para poner en marcha este diabólico engranaje que provoca odio, dolor, emigración, miseria y muerte? Si los grandes triunfadores del sistema educativo, que son quienes gobiernan los pueblos, no son capaces de evitar la guerra y de eliminar la dominación, la ignorancia y el hambre en el mundo, ¿por qué hablamos de éxito del sistema educativo?

Sería más racional decidirlo en otro juego que no fuera tan devastador como una guerra. Por ejemplo, una partida de ajedrez entre los dos presidentes. El que gane se queda con lo que se había puesto en juego. Y así nadie muere, nadie sufre. Y si se quiere algo más cruento, los dos presidentes pueden batirse en duelo. Y el que mate al adversario, se lleva el botín. Digo esto porque quienes declaran la guerra, se quedan en sus palacios para dirigir las operaciones. Y después celebran la victoria o sufren la derrota, pero siguen vivos. Que mueran otros.

Y ahora, ¿cómo les hablamos a nuestros hijos y alumnos de la importancia de la paz? ¿Cómo podemos tratar de educar para la paz? ¿Qué sentido tiene hablar de enseñar a convivir? Recuerdo que, en plena guerra del Golfo, me pidieron una conferencia sobre Educación para la paz. Me desplacé en coche. Y, cuando me dirigía desde Málaga a Sevilla, me sobrevolaron los aviones que iban a la guerra desde la base americana de Rota. Estuve a punto de volverme a casa. ¿Cómo les podía hablar a mis oyentes de la importancia del diálogo y de la negociación, de la solución pacífica de conflictos, de la convivencia armoniosa, del respeto a la dignidad de los seres humanos, si los gobernantes se empeñaban en dirimir el conflicto a bombazo limpio causando muerte y horror?

Imagino que mis lectores y lectoras conocen este hermoso cuento del escritor estadounidense James Thurber, titulado ‘La última flor’. No está mal releerlo a las puertas de esta horrible guerra que hoy ha estallado y no sabemos cuánto va a durar y qué giro le va a imprimir a la historia de la humanidad. No teníamos bastante con la pandemia para que ahora, nos metan en esta sangrienta y horrible sinrazón. Estamos intentando sobrevivir al virus y ahora, de manera injusta y estúpida, se declara una guerra que va a poner en jaque al mundo. Porque vivimos en un mundo globalizado y los efectos de un conflicto bélico se expanden al mundo entero. Hoy toda guerra es mundial.

El cuento que nos dejó James Thurber (falleció en el año 1961), dice así:

«La duodécima guerra mundial, como todo el mundo sabe, trajo el hundimiento de la civilización. Pueblos, ciudades y capitales desaparecieron de la faz de la tierra. Hombres, mujeres y niños quedaron situados debajo de las especies más ínfimas. Libros, pinturas y música desaparecieron, y las personas solo sabían sentarse, inactivas, en círculos.

Pasaron años y más años. Los chicos y las chicas crecieron mirándose estúpidamente extrañados: el amor había huido de la tierra. Un día, una chica que no había visto nunca una flor, se encontró con la última flor que nacía en este mundo. Y corrió a decir a las gentes que se moría la última flor. Solo un chico le hizo caso, un chico al que encontró por casualidad.

El chico y la chica se encargaron, los dos, de cuidar la flor. Y la flor comenzó a revivir. Un día una abeja vino a visitar a la flor. Después vino un colibrí.

Pronto fueron dos flores; después cuatro… y después muchas, muchas. Los bosques y selvas reverdecieron. Y la chica comenzó a preocuparse de su figura y el chico descubrió que le gustaba acariciarla. El amor había vuelto al mundo.

Sus hijos fueron creciendo sanos y fuertes y aprendieron a reír y a correr.

Poniendo piedra sobre piedra, el chico descubrió que podrían hacer un refugio. Muy deprisa toda la gente se puso a hacer casas. Pueblos, ciudades y capitales surgieron en la tierra. De nuevo los cantos volvieron a extenderse por todo el mundo.

Se volvieron a ver trovadores y juglares, sastres y zapateros, pintores y poetas, soldados, lugartenientes y capitanes, generales, mariscales y libertadores. La gente escogía vivir aquí o allí.

Pero entonces, los que vivían en los valles se lamentaban por no haber elegido las montañas. Y a los que habían escogido las montañas les apenaba no vivir en los valles…

Invocando a Dios, los libertadores enardecían ese descontento. Y enseguida el mundo estuvo nuevamente en guerra. Esta vez la destrucción fue tan completa que nada sobrevivió en el mundo.

Solo quedó un hombre… una mujer… y una flor».

Hasta aquí el cuento de Thurber. Y ahora nuestra condena a quienes utilizan la fuerza de las armas y desprecian el diálogo y la apalabra, a quienes se atribuyen el poder de segar la vida de inocentes, a quienes mandan a la guerra a soldados que van a morir o a quedar lisiados por un concepto tan discutible como es la patria. Y ahora nuestro clamor por la paz, nuestra lucha por detener esta máquina de matar, nuestra tarea de explicar la importancia de construir un mundo en el que reine el respeto a la dignidad humana y en el que desaparezca para siempre la estúpida e injusta idea de que se posee la razón por el número de muertos que se ha causado al enemigo.

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