Opinión | TRIBUNA

Hijos de la Gran Victoria

Carteles en contra de Putin.

Carteles en contra de Putin. / EFE

La humanidad ha vivido miles de guerras y, sin embargo, la guerra sigue siendo un gran misterio. Nada ha cambiado. Para descifrar el misterio intento reducir la Gran Historia hasta darle una dimensión de persona». Quien habla es la periodista y escritora bielorrusa, premio Nobel de literatura, Svetlana Alexievich quien rompió décadas de silencio forzado por el gobierno soviético para que el millón de mujeres que había luchado cuerpo a tierra contra Hitler en la Segunda Guerra Mundial pudieran contar lo que vivieron, sufrieron, gritaron, lloraron y cómo luego fueron excluidas y señaladas en su propio país como «busconas» o «facilonas». Ellos fueron héroes, ellas unas calientes que buscaban el calor del macho. Pese a volver amputadas, violadas, torturadas y traumatizadas por lo visto en las trincheras. No había ni sitio para ellas ni para sus experiencias.

Todo ello lo cuenta en su maravilloso pero atroz libro «La guerra no tiene rostro de mujer», imprescindible para entender muchas de las cuestiones que se cuecen en la invasión rusa de Ucrania. «Éramos hijos de la Gran Victoria. Los hijos de los vencedores» y eso lo impregnaba todo, explica Alexievich en una obra en la que la autora ajusta cuentas con siete décadas de imperio soviético mientras extiende su denuncia a Putin «y a los nostálgicos que pretenden resucitar los instintos soviéticos a través de los ensueños imperiales rusos», como bien explicó Lluís Bassets en su critica del libro en 2015.

Nostalgia, imperio, nación, idioma, símbolos, bandera, unidad, destino, conquista, grandeza, anexión o gloria. Supongo que será por el hecho de ser nieta de la Gran Derrota española y, por lo tanto, quedarme con poco, pero hay ciertas palabras, términos, que me generan inquietud en la misma proporción de intensidad con la que a otros se les eriza la piel y les hace ponerse en pie con aire marcial y gritar «vivas a España» hasta quedarse sin aire. Será por eso.

Los hijos de las Grandes Victorias viven mucho de los recuerdos gloriosos del pasado, de cuando en el imperio nunca se ponía el sol y de cuando «la URSS o la España en la que no se ponía el sol era lo mejor que nos pasó y es Rusia allá donde se habla en ruso», como para Alemania era germánico allí donde se hablaba alemán.

Decía Eduardo Galeano que «ninguna guerra tiene la honestidad de confesar: yo mato para robar». Y todas las guerras son malas y ninguna debería suceder jamás. Pero cuando una potencia extranjera te invade o un golpe militar te arrebata la democracia legalmente establecida en tu propio país solo los afectados por este hecho pueden clamar «no a la guerra» porque cualquier otra persona que lo haga puede dar la sensación de que en el fondo lo que dice es «no te defiendas» o «queremos seguir viviendo tranquilos mientras te aniquilan». Tenemos la historia repleta de ejemplos. Hay que clamar «no a la invasión».

Quien me siga en mis columnas semanales sabrá que me gusta recurrir a escenas cinematográficas y en estos días me persigue una que me impactó mucho la primera vez que la vi y continua haciéndolo. Michael York y Helmut Grieg están tomando una cerveza en un parque cuando un rubio joven de rostro angelical se lanza a cantar. Primero lo hace en solitario pero, poco a poco, se levantan todos los comensales y, extendiendo el brazo, se suman a él, que luce una cruz gamada en su uniforme y canta «El mañana me pertenece». Solo un anciano permanece sentado con cara de desesperanza. «¿Todavía crees que podrán controlarles?» le pregunta York a Grieg en esa escena de «Cabaret». Pues eso: ¿todavía creemos que podremos frenar al Hijo de la Gran Victoria? Que ese pasado no se convierta en nuestro futuro, ni en Europa, ni en ningún lugar del mundo.

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