Opinión | 360 GRADOS

Rusia y los peligrosos irredentismos

Una vista de la ciudad de Krivyy Rih, en Ucrania.

Una vista de la ciudad de Krivyy Rih, en Ucrania. / MARC MARGINEDAS

Cayó el muro de Berlín y el «socialismo realmente existente» pasó a los libros de historia del «corto siglo XX», como lo bautizó el historiador marxista británico Eric Hobswbawm.

Pero, lejos de llegar «el fin de la historia» con el triunfo hasta en los últimos rincones del globo de la democracia liberal, como había teorizado a su vez Francis Fukuyama, regresan de pronto los viejos fantasmas.

Entre ellos, los nacionalismos y los peligrosos irredentismos, que, como el italiano y el alemán, tantas tragedias provocaron en el último siglo: el de los dos conflictos mundiales.

Lo vimos ya en las guerras de Yugoslavia de finales de los noventa, que motivaron la intervención de la OTAN, dispuesta a acabar militarmente con el nacionalismo serbio, aunque más tolerante en cambio con el croata.

Y volvemos a verlo estos días con la intolerable invasión de la exsoviética Ucrania por la Rusia de Vladimir Putin, quien nunca ha perdonado la desaparición de la Unión Soviética y lo que ello significó para las poblaciones rusoparlantes que quedaron de pronto fuera de su hoy mermado imperio.

Se niega a aceptar el presidente ruso que un país como Ucrania, que considera el origen espiritual y cultural de su nación y de cuya estatalidad culpa directamente a Lenin no sólo se haya independizado, sino que incluso aspire a formar parte de un bloque militar que fue enemigo de la URSS y sigue siéndolo hoy de Rusia.

Putin dice haber visto con creciente preocupación cómo, uno tras otro, países que fueron satélites del imperio soviético han terminado ingresando en la OTAN frente a las seguridades dadas en sentido contrario por Occidente, que hoy reniega de aquellas promesas, ¡ay! sólo verbales, hechas al último presidente de la URSS, Mijail Gorbachov.

Se justifica Putin diciendo que sólo busca proteger a los rusos que viven en el este de Ucrania y que, amenazados por el Gobierno pro-occidental y ‘nazi’ de Kiev, decidieron declarar la independencia de sus territorios.

Ya ocurrió antes con la ocupación ilegal de la península de Crimea, que Moscú justificó también con el resultado de un referéndum entre su población rusoparlante, que arrojó un resultado mayoritariamente favorable a su integración en la Federación Rusa.

Con independencia de cuál sea la justificación o el falso pretexto esgrimidos por quien recurre a ellos, los irredentismos, ya sean culturales o étnicos, son siempre peligrosos. Basta repasar la trágica historia de nuestro continente.

Y una de las razones por las que hemos de felicitarnos de la creación de la Unión Europea es la de haberles puesto sordina hasta ahora a ese tipo de movimientos, a diferencia de lo que ocurre en otras partes del mundo.

Difícil imaginarse a Hungría, por ejemplo, reclamando hoy a Rumanía, Eslovaquia, Serbia, Croacia y Ucrania, por el hecho de haber allí minorías de cultura magiar, territorios que fueron suyos, pero pasaron a esos países en virtud del tratado de Trianon de 1920.

O a Polonia, reivindicando la región hoy ucraniana de Galitzia o reclamando también Vilna, capital de Lituania, por considerar que fue parte un día de la Mancomunidad Polaco-Lituana, o exigiendo a Rusia la devolución de Kaliningrado.

Por no hablar de la Gran Rumanía (Romania Mare), la Gran Bulgaria, la Gran Yugoslavia o la Gran Idea griega (Megáli Idéa), que en el siglo XIX pretendía unir a todos los griegos en un Estado nación que tendría a Constantinopla como capital y por supuesto la Gran Rusia con la que al parecer sueña todavía Putin.

Es verdad que algunos políticos europeos actuales como el húngaro Viktor Orbán utilizan demagógicamente el sentimiento de pérdida de muchos de sus compatriotas para presentarse como protectores de su pueblo.

El año pasado, el primer ministro húngaro provocó fuerte resquemor en Croacia, Rumanía y Eslovenia al publicar en Facebook un mapa de la Gran Hungría de antes de la pérdida de sus territorios.

Por fortuna, y a diferencia de lo que ocurre hoy en Ucrania, que sólo puede tener un final desastroso para todos, nada de eso rebosa de momento lo simbólico. Y hay que agradecérselo a la Unión Europea. Pero conviene no bajar nunca la guardia.

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