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El arte no tiene la culpa

Las guerras son tan duras como virtuales según en lugar en el que residas. Obviamente todo puede pasar en esta vida pero se presume difícil que esto acabe en una gran Guerra Mundial como las anteriores

el arte no tiene la culpa

el arte no tiene la culpa / Gonzalo León

La situación mundial es crítica. Lamentable. Penosa y desoladora. Difícilmente pudo nadie aventurarse a pensar que nuestro mundo se detuviera como sucedió cuando la pandemia asoló nuestro universo. Soledad y muerte encadenando semanas y meses repletos de dolor.

Parecía de película. Un guion impensable donde a tu alrededor moría gente que lo único que había hecho era respirar. Sin tratamiento. Sin remedio. Sin salvación. Cientos de personas siguen muriendo solas en hospitales. En habitaciones herméticas bajo la mirada de sanitarios revestidos de astronautas y, frente a ellos, la mirada perdida de quien sabe que va a morir en soledad, agarrado con suerte a una mano de látex y unas gafas de protección.

Una calamidad terrible de la que, seguro estoy, aún no somos conscientes de haber vivido.

Pero hay más. Una guerra. Sí. Una pandemia seguida de una guerra terrible nos encoge el alma y paraliza la vida de millones de personas en lugares no tan lejos como pudiera parecer.

Ucrania está cerca y padece en estos momentos el asedio de las tropas invasoras rusas. No tengo capacidades para realizar análisis geopolíticos pero es evidente que la fuerza, las armas y la muerte no suelen ser caminos inteligentes para resolver ningún conflicto.

Todos tenemos intereses y es lógico defenderlos. Rusia los tiene. Ucrania también. Y Europa y Estados Unidos. Y no siempre cuadran. La muerte es la misma en Ucrania que en Yemen. Pero impresiona más ver a un joven con un iphone en la mano, escondido de las bombas, que a un niño negro vestido con harapos a punto de morir por desnutrición. Es la vida. El sistema. Y las normas establecidas. Pero en ambos lugares existe el mismo dolor.

En cualquier caso, el conflicto de Ucrania moviliza a todos. Primero por la gravedad del conflicto. En segundo lugar, porque ya nos afecta en el coste de la energía. Y en tercer lugar porque los medios están siendo claves en el asunto. Tanto para informar como para ganar dinero.

Y ahí nos encontramos nosotros. La gente normal. Alarmados, inquietos y tristes ante el exilio obligado de centenares de miles de ciudadanos europeos entre bombas y muerte. Porque lo vemos cerca. Y podríamos ser nosotros.

Pero las guerras son tan duras como virtuales según en lugar en el que residas. Obviamente todo puede pasar en esta vida pero se presume difícil que esto acabe en una gran Guerra Mundial como las anteriores. Cuesta creer que vaya a suceder algo así. No imaginamos bombardeos en Rota o Madrid. Ni carros de combate por la avenida de la Palmera en Sevilla.

Y por eso, el papel que juega gran parte de la ciudadanía es nulo o se limita sencillamente a emitir gestos. Uno tras otros. Y eso, en momentos de guerra, resultan en ocasiones algo extraño.

Visualizo a personas poniendo pegativas, stories de Instagram con canciones de paz y reflexiones en 140 caracteres en twitter que todos sabemos que no sirven de nada.

Los cristianos tenemos la suerte de creer en la oración como fórmula útil, pero más allá de eso, el resto es todo -con todo el respeto del mundo- una gran pamplina que no sirve de nada. Queda bonito, por su puesto, pero tiene un resultado nulo.

Por eso, me llama la atención el revuelo actual en nuestra ciudad al respecto del Museo Ruso y sus ingentes detractores que nada quieren saber de él. Ahora Tabacalera es el demonio. Un museo de una categoría extraordinaria. Con colecciones de arte únicas en el mundo y que tenemos en nuestra ciudad. Una verdadera maravilla que tenemos que deben tratar en estos momentos complicados con el mayor tacto posible para que siga manteniéndose en nuestra ciudad todo el tiempo que se pueda.

Lo fácil y banal es salir con voz en grito a pedir su cierre. Y que salgan de Málaga unos camiones con banderas rusas llenos de cuadros y la gente tirándoles tomates y gritando asesinos a los conductores.

Eso queda muy bonito…en la mente de los más simples. Hay que tener altura de miras. Coherencia e inteligencia. El museo de Tabacalera para Rusia actualmente debe ser como un concejal de Ávila en la ONU: absolutamente nada. Por tanto, querer sacar tajada del tipo que sea -en twitter o un ayuntamiento- de un asunto tan delicado como éste, no tiene mucho sentido.

Por dos razones fundamentales: coherencia y búsqueda del bien común. Lo primero va directamente relacionado con los golpes de pecho. Que está genial salir públicamente y pretender expulsar todo lo Ruso de aquí y sacar la foto del Alcalde con Putin. Pero resulta rara la ultra sensibilidad escrita desde un móvil fabricado con Coltán que recogen niños en el Congo o vistiendo ropa cosida por menores en Pakistán.

Que hay que mejorar el mundo es obvio. Pero que hay que asumir el papel que nos toca jugar, también.

Y en segundo lugar creo que es por todos conocidos que el Museo Ruso es industria contemporánea de nuestra ciudad. Y necesitamos mantenerla. Por lo que atrae. Por lo que mueve. Y sobre todo por los empleos que genera. Pero habrá quien diga que no quieren cosas de gente mala. Y por esa regla de tres, sería necesario destruir parte del patrimonio mundial que, seguramente fue promovida por sanguinarios y malvados.

¿Rompemos todo eso? Yo diría que no. Aunque no todos piensan así. Los Talibanes, por ejemplo, se dedican a destruir y volar por los aires monumentos que son patrimonio de la humanidad por el simple hecho de pertenecer a culturas que ellos no reconocen.

El arte no tiene la culpa. Y es nuestra obligación protegerlo. En este caso también lo que tenemos prestado.

Viva Málaga.

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