Opinión | El contrapunto

Aquel diplomático que no quiso pactar con la náusea

Fue mi padre. En 1942 él, mi madre y yo vivíamos en Berlín, en plena Segunda Guerra Mundial. Mi padre prestaba sus servicios como funcionario en la Embajada de España, en la capital del entonces todopoderoso Tercer Reich Alemán.

Ya había pasado un año desde el momento en el que Hitler firmó la directiva número 21, la ‘Operación Barbarroja’, la que daba la luz verde a la invasión de la Unión Soviética. Antes de aquello, en septiembre de 1939, ambos imperios, el ruso y el alemán, fueron cómplices en el criminal sacrificio de la misma víctima: la noble Polonia. Ése fue el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Tres años después, en 1942, casi toda Europa era ya un feudo alemán. Tiempos duros. Mi padre empezaba a tener serios problemas en su trabajo berlinés. Cada vez se le notaba más su rechazo apasionado de las doctrinas más aberrantes del nacionalsocialismo del Führer Adolfo Hitler. Del que siempre predijo que llevaría Alemania a un auténtico cataclismo.

Su indisimulada antipatía de entonces por el Fascio alemán y otras aberraciones totalitarias afines, no dejaba de preocupar a su familia y a sus amigos más cercanos. A partir de un llamativo incidente que él causó, cuando en una céntrica calle berlinesa decidió defender a una pareja de atribulados ancianos judíos. Que estaban siendo maltratados por un grupo de camisas pardas. Fue obvio que se estaba convirtiendo en una persona non grata para las autoridades del país anfitrión. Por supuesto, aquello significó el final de su carrera diplomática. Haciendo inevitable nuestro regreso a la añorada España. Que puso en peligro el bombardeo por la RAF británica de un importante nudo ferroviario en tierras francesas, por el que tenía que pasar el tren en el que viajábamos mi madre y yo. Por imperativo de los protocolos entonces vigentes el regreso de mi padre fue posterior. Y tampoco exento de sobresaltos.

Todavía en el verano de 1942 Berlín se había ido librando de los peores ataques de la aviación aliada. A partir del otoño, se uniría la capital al resto de las grandes ciudades alemanas, literalmente pulverizadas por los sucesivos bombardeos. De todas formas, mis padres y yo supimos lo que eran las alarmas nocturnas y el tener que bajar al refugio casi cada noche. Aunque por mi edad no recuerde mucho, aun así, por algún eco lejano, quedaron fugaces girones de antiguos recuerdos. Por ellos no puedo dejar de reaccionar con horror cuando cada día presencio en la televisión esas escenas, tan terribles como desgarradoras, que parecían superadas para siempre en nuestra amada Europa.

A diario las pesadillas y los peores desastres nos llegan desde la Ucrania despedazada, inmolada por ese siniestro caudillo moscovita que nos acecha. Personaje inquietante, que parece empeñado en querer hacer realidad una Tercera Guerra Mundial. Y de cuya ferocidad y desvaríos cada mañana esperamos ser protegidos por la Santa Providencia. Por todo ello, sigue siendo un excelente consejo el no pactar con la náusea. Al final siempre es mucho peor.

Abrí anoche el ‘Sulla Letteratura’ de Umberto Eco. Recupero, para compartirlas con ustedes, estas líneas: «La recoge la leyenda y si no es verdad, sigue siendo una buena historia. Aquello de la pregunta de Stalin sobre cuántas divisiones tenía el Papa. Acontecimientos posteriores nos han demostrado que aunque las divisiones son importantes en ciertas circunstancias, ellas no lo son todo. Hay otras fuerzas inmateriales, que no pueden ser medidas con precisión, pero que aun así tienen un peso específico.» Dios sea loado.

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