Opinión | De buena tinta

¡Guerra!

Las bombas rusas se ceban con la población civil de Ucrania

Agencia ATLAS | Foto: EFE

La guerra se alza como el más estrepitoso de los fracasos de la humanidad, pues en ella irrumpe el afloramiento del mal en su más alta cota: no sólo de forma organizada, sino también colectivamente.

La guerra supone el vaciamiento de la sabiduría con la que la humanidad es dotada de forma natural para tender a ese sano estado de conocimiento que nos infunde el respeto hacia aquello que nos rodea y nos une como habitantes de una misma geología. La ausencia de sabiduría, sin duda alguna, trae consigo la irremediable carencia de empatía, crea distinciones, rangos, privilegios y líneas infranqueables entre gentes y bandos nacidos todos de padre y madre e hijos de un mismo Dios. Es precisamente por ello que Beethoven nos recuerda, de manera preclara, que el único signo de superioridad que conoce es la bondad. La bondad, y no otra cosa, es la que trae consigo la más alta de las sabidurías; y esa sabiduría no es tal si no reparte e irradia los frutos de la bondad en perfecta y armónica simbiosis.

Piensen en la persona más buena que conozcan y verán que, a su especial manera, es sabia: una sabiduría que no es la del estratega, ni la del erudito, ni la del ratón de biblioteca, ni la del sobrepasado intelecto, ni la del maquiavélico de las mil caras que sabe esperar cada momento, ni, por supuesto, la sabiduría de la guerra. La verdadera sabiduría proyecta la bondad de manera empática y toma como horizonte el respeto y el bienestar del otro tanto o más que el propio. Toda vez que no seamos capaces de mirar más allá de nosotros mismos y nuestras propias apetencias, el otro, aquel que tenemos enfrente, será susceptible de juicio y, de manera desacertada, objeto de ubicación, colocado arriba o abajo, a la izquierda o a la derecha, delante o detrás. Será catalogado, sesgado, etiquetado, nacionalizado o apátrida, sobrevalorado o ninguneado, abanderado o despojado, según convenga a unos intereses o a otros, que, sanos o espurios, qué más da, estarán muy por debajo de la dignidad que merece cada hijo del mundo.

Pero tampoco las leyes nos salvan de esto. Bien es verdad que el Derecho es una herramienta inevitablemente necesaria para solventar y contener toda inercia destructiva, personal o colectiva, que pretenda quebrar el desequilibrio social, pero, al fin y al cabo, lo jurídico no es más que eso: una herramienta, un invento humano, como lo es la guerra, como lo es el hambre. En esta misma sintonía nos decía Ziegler, que quien muere de hambre es víctima de un asesinato. Y tan es así que, precisamente por eso, sobrepasados ya los linderos del Derecho por la mano negra de la guerra (pues la guerra no entiende de derechos), se hace más que necesario otro elemento que, de igual manera, supere las cotas de lo jurídico desde una realidad opuesta a lo bélico y que, a modo de respuesta que contenga el mal, no se presente como una mera instrumentación, sino como un don connatural a nuestra propia naturaleza: la misma bondad del hombre.

Podemos rememorar con magnificencia épica a los excelsos conquistadores, así como citar las gloriosas listas comprensivas de los grandes guerreros que quisieron unificar el mundo y sus horizontes, todos ellos dignos de placas de oro y estatuas ecuestres, pero no nos equivoquemos: la guerra no le hace a uno grandioso. Bien es verdad que el hecho de que existan guerras inevitables es tan cierto como lo es la legítima defensa, pero no hay conflicto bélico que, al menos por una parte, no arranque desde las torcidas creencias que nos llevan a pensar que el diferente se interpone entre lo que me corresponde o, dicho en román paladino, como cita Galeano: «Ninguna guerra tiene la honestidad de confesar que mata para robar». No hay, insisto, conflicto bélico, en definitiva, que no parta de un ladrón o de un psicótico que, por extrañas artimañas del destino, se sitúe en las estancias del poder.

Y sin embargo, volviendo a las calendas de estas reflexiones, será la estupidez humana la que conduzca los raíles del pensamiento hacia la torticera idea de que siempre es el otro el psicótico o aquel que pretende robarme, pues la guerra, ¡ay!, está tan alejada del examen de la propia conciencia como de la paz misma.

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