Opinión | 725 palabras

Facundia mutada

La facundia es un don susceptible de ser mejorado por la buena práctica. La verbosidad, que es cosa distinta y hasta contraria a veces, también. La facundia tiene mucho más que ver con la labia, la verba, el desparpajo y la elocuencia, que con la parla, la charlatanería, la verborrea, la palabrería, la locuacidad... De cuando en vez la facundia hasta deja de tener que ver con la fluidez de la dialéctica. Esencialmente, la facundia reniega de la práctica totalidad de los sinónimos que el doctor Google, que todo lo sabe, le atribuye.

Las muletillas automatizadas de los humanos expuestos a las luces de los focos, especialmente sus señorías los representantes de la ciudadanía, demasiadas veces, si no siempre, prescinden de las luces de la buena práctica en el hablar, a base de fabricar palabros ortopédicos que repiten hasta la saciedad y que, por el propio desgaste por el uso, terminan convirtiéndose en conceptos displicentes una vez sí y todas las restantes, también.

El maltratado y fatigado idioma de los que debieran ser el modelo a seguir, se ha convertido en una inadecuada mala herramienta sonora que, a modo de mantra nefando, deforma e impide la comunicación sin ambages entre el emisor y el receptor del mensaje. El vehículo de la comunicación cada vez más se asemeja a la tartana más tartana de los vehículos, que al modelo a imitar.

La crème de la crème del personal objeto de foco de cámaras y micrófonos se ha convertido en tribus y situaciones de aspirantes a cornudos y cornudas (sic). El palabro de moda es un verbo inexistente conjugado con incontrolada soltura en todos sus tiempos y modos. A la facundia mutada últimamente le ha crecido el verbo «topar» para venir a demostrarla. En el universo parlamentario todo se ha convertido en una naturaleza «topable». Ahora se «topan» los planes, los porcentajes, los tiempos, las micciones... En el lenguaje del día a día, «topar» ha sido desprovisto de su significado primigenio y ha sido ungido con el poder principal de «poner tope, limitar, acotar, restringir, ceñir...». Los humanos empoderados para las labores legislativas, ahora «topan», pero no embistiendo como todos los animales irracionales astados, sino como los animales no astados que limitan determinadas realidades. ¡Salud y gloria a sus señorías topadoras...!

Desde tiempo inmemorial, toda la humanidad hemos venido topando con la iglesia, como aforismo meramente metafórico, ahora, novedosamente, nuestros bolsillos y nuestras hambres se va a ver resarcidos de sus penurias a base de «topar» la economía y el sistema para que sus topes, en el sentido de extremos o límites, no vayan más allá de lo razonablemente posible. ¡¿Sí o qué...?!

No sería mala cosa, sino cosa inteligente y necesaria, que la nueva acepción del verbo «topar», a pesar de ser una aberración lingüística, alcanzara a todas las actividades y, de manera muy especial, a las propias de los destinos turísticos maduros y, por ende, más consolidados, para que fueran motivo de inclusión preferente en las actividades objeto de la facundia mutada con la que ha sido ungido el verbo «topar».

Independientemente del legado del sabio –no recuerdo si fue Sócrates o Aristóteles– en el sentido de que «en cualquier dirección que recorramos el alma nunca tropezaremos con sus límites», el alma del hombre no tiene nada que ver con las de las realidades «topables». Y es desde esta afirmación que interpreto que ya es hora de tomar consciencia y «topar» contundentemente el crecimiento de la oferta turística convertida en un monocultivo irredimible en los destinos maduros y consolidados, y en fase temprana de más de lo mismo en los destinos emergentes.

«Topar» la oferta de todos los destinos turísticos debiera convertirse en el catón, aquel libro de primaria para la nostalgia, tanto en los destinos emergentes para no ser engullidos por la provocativa lujuria del monocultivo fácil, como en los consolidados, para impedir el desgaste y los malos vicios en la gestión, que con demasiada frecuencia desembocan en la peligrosa práctica de emprender exitosas aventuras de explotación particular a corto plazo, a costa del perjuicio irreparable sobre la explotación general del destino a largo plazo.

El éxito descontrolado de los destinos turísticos, sin la pertinente intervención proactiva sobre su realidad desenmascarada, termina convirtiéndose en su propia némesis, así que aun a costa de la facundia mutada que representa, topemos, topemos, hasta rompernos las astas.

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