Opinión | Crónicas galantes

La sangre es mala para los negocios

Decía uno de los mafiosos de ‘El Padrino’ que la violencia es mala para los negocios; y razón no le faltaba al guionista de la película. El petróleo, cierto es, ya había empezado a subir meses antes de que Putin ordenase hacer correr la sangre en Ucrania; pero tampoco se puede negar que su coste -el del crudo; no el de la sangre- se ha disparado desde que comenzó la guerra.

Suena un tanto cínico fijarse en la economía cuando se están produciendo crímenes, violaciones y ejecuciones sumarias en el territorio invadido; pero ya se sabe que el bolsillo es la víscera más sensible del ser humano. Difícil será reprocharle a los afectados su preocupación por la subida de precios y el deterioro de las finanzas que ha traído consigo la invasión de Ucrania.

La guerra es mal negocio para todos, incluidos los chinos que ya no saben cómo calmar al perro que se les ha asilvestrado en Moscú. Nadie mejor que ellos puede dar fe de que la sangre perjudica al comercio y, por tanto, a los beneficios de la República Popular que oficia de fábrica del mundo tras su milagrosa conversión al capitalismo.

Peor lo llevamos, como es lógico, en este depravado Occidente al que tanta manía le profesa el virtuoso Putin: ese flagelo de liberales, gais, mujeres y demás gente de malas costumbres. Si el petróleo sube, también lo hacen los productos dependientes del transporte, que son casi todos. De ahí que la inflación haya alcanzado en España -y en el resto de Europa- cifras que no se conocían en los últimos decenios.

Nada nuevo, en realidad. Ocurrió algo parecido cuando los jeques decidieron racionarle el grifo del combustible a las naciones occidentales en el año 1973, como castigo por su apoyo a Israel en la guerra del Yom Kipur. El precio del crudo se triplicó de inmediato y aún seguiría aumentando durante los años siguientes por la mera aplicación de la ley de la oferta y la demanda.

La consecuencia fue una enorme inflación que en España alcanzó su cenit en el año 1977 con una subida general de precios del 26,40 por ciento. Costó años y no pocos sacrificios energéticos bajar esas disparatadas cifras para que la cuantía de la cesta de la compra se estabilizase.

Creíamos ingenuamente que esos anacronismos no se iban a repetir, pero qué va. Ahora, como entonces, volvemos a sufrir las consecuencias de una guerra tan absurda como cualquier otra: y de desenlace quizá más impredecible aún que las anteriores.

Sobra decir que el descontrol de precios no beneficia a nadie. Ni al consumidor que lo sufre, ni a los fabricantes y distribuidores afectados por la lógica caída de ventas.

Si acaso, sacan partido del asunto los pícaros que aprovechan la ocasión para hacer caja. Basta con hacer correr por las cañerías de internet el bulo de que va a escasear algún producto para que este sea acaparado de inmediato por la población con el subsiguiente aumento de precio.

Ocurre ahora con el aceite de girasol, acopiado incluso por gente que nunca lo consumiera; del mismo modo que sucedió con el papel higiénico en los primeros meses de la Covid-19.

Son sucesos antiguos, de los que se producían cuando en Europa había guerras. Otra vez vuelve a haberlas; y lo peor es que nadie sabe cuando terminará la que nos está vaciando los bolsillos. Bien decían los mafiosos que la sangre es mala para el business.

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