Opinión | De buena tinta

Subir a Jerusalén

La Pollinica, en el Domingo de Ramos.

La Pollinica, en el Domingo de Ramos. / Eduardo Nieto

La vida, si uno se descuida, puede pasar sin más pena ni más gloria que la que ya nos vaticinaba el anuncio del insecticida para las cucarachas: nacer, crecer, reproducirse, morir y desaparecer.

Es tremendamente fácil caer en esta sensación de falsa consciencia si nos dejamos llevar, sin más, por las propias inercias que la sociedad nos presenta con fijeza: estudiar, buscar trabajo, pagar hipotecas, casarnos, tener hijos, jubilarnos y esperar a verlas venir. Dejarse llevar por lo que toca sin pararse a pensar si lo que toca es lo que realmente queremos que toque es, sencillamente, vivir sin vivir. Como tampoco es verdadera libertad aquella que nos lleva a manejarnos, únicamente, proporcionándole al cuerpo la consecución de lo hedonista, del mero disfrute puntual y de ese escaparate que vendemos buscando la aceptación ajena y que sólo muestra aquello que queremos reflejar al exterior, y no nuestra realidad interna. Y ése es uno de los grandes escollos de la autenticidad: acoplar la vida interior a la vida exterior o, mejor aún, cambiar desde dentro lo que no nos gusta por fuera: ¿Qué persona quiero ser?

Los días, los meses y los años pueden ser tremendamente esclavos y soporíferos, pues, si no tenemos cuidado, tienen sobrada capacidad para mantenernos dormidos mientras estamos en movimiento, creándonos así la gran confusión de que, aparentemente, pareciera que estamos gestionando libremente el tiempo que nos ha sido dado, cuando, en realidad, bien pudiera ser que sólo estemos llenando la vida con inercias que nada tienen que ver con nuestro interior ni, sobre todo, con esa positiva evolución moral que parte de lo que somos y que debiera caminar, imparable, hacia lo que realmente y en bondad queremos ser.

Inmersos aún en los ecos y los olores del Domingo de Ramos, subir a Jerusalén no es otra cosa que zambullirnos de lleno en la vida desde la pureza de lo que realmente somos, para bueno y para malo, a fin de alcanzar una cima que nos configure de la mejor manera con nuestra versión óptima como personas, no sólo de cara al mundo, sino también de cara a nosotros mismos. La bondad, y no otra cosa, debiera ser el espejo de contraste. En este sentido, ya decía Beethoven que no conocía más signo de superioridad que la bondad.

Subir a Jerusalén, desde una concepción vital y teológica inmemorial, viene a significar lo que las actuales expresiones de moda vienen a referir, en sentido profano, como «salir de la zona de confort».

Evidentemente, subir a Jerusalén no es asunto de confort. Ninguna cuesta ascendente es apacible, sobre todo si vamos a ser juzgados y contrastados con el mundo a través de lo que decimos ser, lo que realmente somos y lo que pretendemos ser.

El pasado, casi siempre, es inolvidable, sobre todo en relación a aquello que nos avergüenza de nosotros mismos: nuestros fallos, nuestras dudas, nuestras miserias y nuestras debilidades. Si alguien hubiera que no fuera capaz de reconocer dentro de sí estas realidades de fragilidad, que tire la primera piedra. Sin embargo, a cuenta de ese pasado, queda la total posibilidad de modular nuestro futuro evitando todas aquellas piedras que nos hagan tropezar y que nos impiden dormir tranquilos, pues no hay mejora desde el estancamiento, sino desde la evolución y la valentía.

Así que lo mejor pudiera ser que, cada cierto tiempo, se acostumbren a reconsiderarse a sí mismos. Busquen ustedes conversaciones pendientes y alivien posibles malestares con los cercanos y los ajenos, no vaya a ser que la parca venga sin avisar, como suele ser su costumbre, y las palabras, las miradas, los abrazos, los gestos de honestidad y todo lo pendiente se quede así: pendiente.

Recuerden que, quizá, lo mejor de la muerte es que, si nos fuera anunciada para mañana, desvelaría en nosotros todo aquello que verdaderamente anhelamos y que, curiosamente, viéndolas más que venir, poco tendría que ver con escaparates o poses, sino con la autenticidad de los sentimientos interiores y nuestro comportamiento con el otro y con nosotros mismos. Pues la cosa no radica en quemar la vida por quemarla, a costa del mero disfrute, sino en realizarla desde la honesta plenitud que sólo provoca la bondad y lo bien hecho, por mucho que ello nos confronte con Jerusalén y nos pueda hacer llegar incluso al Calvario.

Suscríbete para seguir leyendo