Opinión | Notas de domingo

Sin tutoriales y a lo loco

Lunes. Un hombre tiene novia pero no está muy a gusto con ella. La novia, tampoco. La novia se compra un gato y le pone el nombre de él. Él se enfada, lo toma como afrenta, la deja y se marcha a París. Cuando lleva quince días allí cae en la cuenta en que no ha ido a ningún cabaré ni ha trasnochado ni apenas ha salido de su barrio. Absoluta felicidad de ver llover desde su habitación o de pasear cerca de su hotelito. Inquilinos del hotel le presentan chica. La chica quiere ir a cenar. Esto es el esbozo de un relato largo de Josep Pla en el que uno ha empleado buena parte de la madrugada, absorto en esa atmósfera suave, dulce, de la prosa envolvente del catalán. El protagonista se apellida Masquarell. Pero hay que afrontar las obligaciones del lunes, cuyo aliciente radica en que no es infinito y en que llegará la hora de la vuelta a casa para terminar el relato de Pla.

Martes. A las 18.26 de la tarde un hombre con gafas y jersey burdeos entra en la librería Luces de Málaga. Titubea unos instantes y luego pregunta a la chica de la caja si ha llegado el breve diccionario etimológico que había encargado. La chica se gira y lo coge. Al libro, no a él, y se lo da. El hombre agarra el volumen y paga. No lo palpa ni acaricia, ni hojea, ni ojea. Sale. Se olvida el ticket. Pienso que dónde va este hombre, qué palabras consultará, qué profesión tendrá. Elucubro sobre si lo ha adquirido por obligación académica o por placer. Lo imagino divertido indagando en el origen de la palabra francachela o estudiando de qué idioma procede vericueto. No menos interesante sería bucear en la etimología de barbacoa o crápula. Fisgoneo un poco por la librería. Un templo del placer. Salgo y observo los ficus gigantes mientras pienso que la ciudad (me incluyo) pasará la velada sin gloria ni pena pero que sin embargo ese hombre pudiera estar mientras absorto, engolfado, ebrio gozando de la etimología, rodeado de palabras, abrazado por ellas, cenando adjetivos, vaciando el armario de pleonasmos, besando verbos, feliz de conocer términos como limerencia o melifluo.

Miércoles. La lonja de Almería tiene el detalle de poseer en la planta de arriba un restaurante con unas vistas creíbles. Mientras vemos faenar, arrastrar, laborar y navegar, pruebo una cerveza de la zona, que está magnífica. Las aceitunas como a mí me gustan: gordas y sin pedirlas. Gambas de Almería, claro. Algo de concha y un pescado de roca de buen tamaño. No sé si sabroso y jugosísimo o jugoso y sabrosísimo. Tiene la ciudad en algunos barrios una atmósfera como de suspensión del tiempo. Repasamos las fotos que he tomado desde la Alcazaba, magníficamente acondicionada, agradable, evocadora. En ella se oye de constante el rumor del agua. No sé por qué se dice rumor. El agua trae verdades. Hay bullicio en las dos grandes avenidas de la ciudad. Un mendigo, con el brazo extendido grita sentado junto a la estatua de Nicolás Salmerón. Me viene a la cabeza la casa natal de Emilio Castelar en Cádiz. Yo inventaría una ruta turística sobre presidentes de la I República. Dos andaluces, dos catalanes. En Reus hay buen vermú.

Jueves. The Newsreader, serie australiana ambientada en los ochenta. Vemos dos capítulos. La acción sucede en una emisora de televisión. Las cuitas entre los empleados y de fondo grandes acontecimientos de la época. Me gusta mucho aunque me parece a ratos lenta. El joven reportero protagonista está un poco empanao. Me recuerda a alguien.

Viernes. Mi hijo va a llenar la casa de cubos de Rubik. Que, por cierto, ahora son también pirámides. Le cuento quién lo inventó y le digo que eso era también un ‘juguete’ en mi época. Me pregunta si yo veía los tutoriales en Youtube al respecto. La frase «en mis tiempos no había Youtube» no va a salir de mi boca. Cambio de tema.

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