Opinión | De buena tinta

Quién dijo miedo

Imagen CHICA JOVEN ESTUDIANDO BIBLIOTECA 2000X1200

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Enganchado más que de sobra al carro de los cuarenta, hoy por hoy, hallo más puntos de encuentro con mis padres que con mis hijos. Posiblemente, Dios creó la adolescencia de los hijos para ofrecer a los padres un camino directo hacia la santidad y para que, el día en que se nos pida cuenta, tengamos alguna misericordia con la que contar a nuestro favor por haber soportado tantísima pamplina y tanta desmesura.

No obstante, a golpe de cariño y de apretar los dientes también se vive: aguardando ese ajuste biológico de la madurez que nuestros adolescentes debieran recibir, por favor, a los veinte, a los veinticinco o a los treinta, si es que lo reciben. Cosas del lóbulo frontal.

La diatriba no trae cuenta por el camino de los gustos: ésta no es la batalla entre el Perales y Bad Bunny. La gran trinchera cava sus frentes en el pleno desajuste argumentativo y receptivo que emerge entre los discursos de quienes ya, por la edad, algo sabemos, y aquellos otros que, con algún diente de leche aún, se creen que lo saben todo. Y cuando digo todo, quiero decir todo: lo que ha llovido, lo que está lloviendo y lo que queda por llover, esto es, la omnisciencia de Dios.

Los que nacimos en la añada del setenta y nueve, crecimos con el soniquete que nos impulsaba a labrarnos un futuro profesional estable a golpe de esfuerzo y de estudio. Los números del paro asolaban los telediarios y, si algo teníamos meridianamente claro, era que la formación, si bien no garantizaba el éxito, era más que imprescindible para traspasar con cierta seguridad los umbrales del mundo laboral. Los ejemplos que corroboraban esta gran verdad no hacía falta buscarlos en los libros: proliferaban a nuestro alrededor. Así, por regla general, el que conseguía terminar sus estudios a más alto grado se colocaba antes y mejor que aquel que renqueó y, únicamente, pudo engancharse o reciclarse a destiempo allá donde pudo. En este marco, la guerra de las calificaciones era más que patente pues, casi desde la más primeriza de las infancias, uno refería en las conversaciones con sus iguales la nota media que le iban a exigir en la carrera que prefería y, a partir de ese momento, la trama estudiantil se alzaba como un camino de tira y afloja en el que primaba no alejarse demasiado de ese número mágico que nos permitiría la entrada en la titulación elegida.

Bien es verdad que uno podía patinar en el tema de la responsabilidad frente a los estudios, pero, cuando esto acontecía, la mala conciencia se presentaba como el conejo aquel: «¿Qué hay de nuevo, viejo?». Y uno se cuestionaba y se reprendía por haber perdido el tiempo y haber dañado el esfuerzo de esos padres que, a golpe de trabajar y trabajar, se esforzaban para sacarnos adelante y que progresáramos más que ellos.

Pero, hoy por hoy, esto no es así. Internet, esa ventana abierta a todo tipo de información a la que, sin criba ninguna, puede acceder el que tiene madurez y el que no la tiene, ha traído consigo una potente variable de los modelos a seguir: una imagen engañosa y sesgada donde la cultura del pelotazo parece estar al alcance de todo el mundo y donde el que no es millonario sin dar un palo al agua es porque no quiere, porque ahí está el tema de minar criptomonedas o convertirte en youtuber. No hay, pues, miedo al fracaso, como tampoco hay miedo al futuro y, en conclusión, no hay respeto por los estudios. Las hadas madrinas del esfuerzo y del sacrificio aparecieron la semana pasada en un estercolero y, hoy por hoy, no consta aún que nadie se haya personado ante las autoridades para reclamar sus cuerpos.

Así, los estudios reglados son innecesarios, para triunfar basta una buena idea que se me ocurra en un rato, y a la enseñanza de los padres se responde argumentativamente con citas de azucarillo: «El triunfo es para los que arriesgan». Y el fracaso también, les diría yo. Pero hay días en que, si te rebaten la voz de tu experiencia con el chascarrillo de un meme, mejor se da uno la vuelta. No obstante, insisto: a fuerza de cariño también se vive, y de apretar los dientes.

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