Opinión | 725 palabras

Juan A. Martín

Doble sentido

Mucho antes de que el doble sentido nos evocara la dirección de la marcha en las carreteras, el doble sentido existía con un tráfico más sensible, marcado por la sutileza, casi siempre, y, muy frecuentemente, por la fluidez dialéctica, por la brillantez retórica, por la fina esgrima de la dicacidad más afilada o, simple y llanamente, por la afortunada serendipia de que al sujeto agente se le apareciera puntualmente un ambiguo albur disfrazado de Virgen de la Fortuna.

Más allá del doble sentido de vocablos poliadoptados por nuestro idioma, como pluma, carta, ratón, pico, banco, gato, cura, cortar, prenda, salida..., que responden a múltiples definiciones, la complejidad lingüística se mantiene viva, tanto por el crecimiento de objetos y situaciones dignas de ser definidas, como por el reto tentador de convertir a las palabras sin apellido en palabras paseantes, observadoras, callejeras... o, quizá, con más intención preciosista, en palabras propias de los flâneurs parisinos que con tanto primor definió Baudelaire, es decir palabras flâneuses cuya ingravidez es aprovechada por los vientos cálidos que las mueven de rama en rama para que, en plena igualdad, aniden sentidos nuevos.

Explicito intencionadamente que la tribu de los flâneurs jamás tuvo nada que ver con la de los badauds, para don Charles. En opinión del autor de Les Fleures du mal, los badauds, son algo así como la masa curiosona y los flâneurs, la élite de los paseantes, rigurosamente más parisinos que franceses para Baudelaire, por la propia interacción del efluvio de París en el ánimo de sus paseantes más refinados.

Y, desde ahí, desde el doble sentido más flâneur que badaud de las palabras, se me antoja como el ejemplo de un mal sueño lo que podría sucederle al preso 112 de Alcalá Meco cuando toda vez cumplida su condena, es decir, ya convertido en un «expreso» se personara en la Estación de Atocha para viajar a su pueblo natal y, por casualidades del destino, escuchara el anuncio por megafonía de que el expreso 112 retrasaba su salida sine die por razones técnicas... ¡Susto y canguelo del malo para el pobre hombre! A veces es menos arriesgado ser preso que expreso.

De igual manera se me antoja caprichoso que los antónimos de «importante» sean baladí, anodino, nimio, vano, fútil... ¿Por qué no también «exportante», del verbo portar o del verbo exportar, angelitos míos...? ¿Qué tienen de más los verbos secar, tirar, tocar, actuar..., y, por extracción de ellos, secante, tirante, tocante, actuante... respecto de exportar y exportante? Pareciere que el universo de los adjetivos vive aún en una dictadura de las socarronas, una de esas habitualmente dirigidas por las manos oscurantistas del favoritismo que impide la próvida acción de la igualdad democrática en los adjetivos. Como en todo, especialmente entre los humanos, entre los adjetivos también haylos con estrella y estrellados...

Cuando el doble sentido más que en las palabras como realidades individuales, se traslada al sentido de las frases, el escenario se complica y el grado de complejidad crece en función del grado de sesudez del emisor y el receptor del mensaje. Afirmar con rotundidad, por ejemplo, que «lo más claro en el actual sistema social de convivencia es la confusión», que aunque parezca una negación es un axioma en estado puro, seguro que pone a buena parte de las neuronas escuchantes en estado de ebullición a fuego lento.

Más, al hilo de lo expresado: ¿cómo se nos quedaría el cuerpecito serrano si al listillo de turno se le ocurre plantear la idea con su peor leche? Imagine, amable leyente, que el listo de turno mientras usted y yo, relajadamente, damos cuenta de un gin-tonic como dios manda, aparece en el televisor que nos mantiene embobecidos y va y nos descerraja una ráfaga palabrera mediante la que viene a decirnos que «la humanidad brilla más por su ignorancia que por la ausencia de ella». ¿A que así expuesto, dependiendo del número de gin-tonics, hasta pudiera ser que le diéramos las gracias por su amabilidad y sabiduría preclara... ¿O no?

Recuerdo un día que le pregunté a un buen amigo esclavo del alcohol del que públicamente renegaba, que verbalizara por qué no abandonaba su hábito. Me pidió tiempo y tras más de quince minutos de reflexión confesó que solo había encontrado una razón:

–Sé que es bueno abandonar la bebida, pero también sé que es malo no acordarse dónde...

Suscríbete para seguir leyendo