Opinión | DE BUENA TINTA

Sin Cádiz y sin Amigo

Una imagen del cardenal Carlos Amigo.

Una imagen del cardenal Carlos Amigo. / ARCHIDIOCESIS DE SEVILLA

Quienes pensamos que hay algo que nos trasciende más allá de las artificiosas modas de escaparate de la New Age y que toma cuerpo en lo acontecido en Jerusalén hace ya dos mil y pico años tenemos el cuerpo hecho a ir tirando de muchas cosas sin necesidad de comprenderlas en su totalidad. Y ello porque asumimos con relativa naturalidad el lugar donde debemos poner nuestra esperanza.

Que el dinero tranquiliza no seré yo quien lo ponga en duda, pues la luz hay que pagarla, pero los vacíos interiores, las soledades, la paz y la felicidad personal de cada cual se llenan con otras cosas que van mucho más allá de aquellas que proporcionan el placer momentáneo de la adicción hueca. Y si no lo creen así, cuando nos veamos con un pie en la otra orilla al final de nuestros días, ya me dirán ustedes si llevo o no razón.

«Necesito pocas cosas, y las pocas que necesito las necesito poco», nos enseña san Francisco de Asís. «No te borré de Facebook, para que veas que sin ti yo estoy feliz», nos dirá Bad Bunny. Que cada cual elija libremente sus referencias y su profundidad, así está el patio.

Hay mensajes del siglo XIII que siguen siendo más actuales y válidos que los chascarrillos con visos de hondura que se nos venden en los lapidarios traperos de Instagram como referencias icónicas de la vida. Y mientras tanto, ¡ay!, los cementerios se siguen llenando de víctimas del vacío y la soledad que aparcan varios Ferrari en sus puertas. Quizá algún día, terminemos de caer en la cuenta de que la mortaja no tiene bolsillos, y de que la existencia, para ser disfrutada plenamente, debe forjarse más allá de la vivencia superficial del manido carpe diem que entiende que la vida dura dos días, que la felicidad la trae la opulencia y que el que venga detrás que arree. Y que sí, que uno es absolutamente libre de elegir su modo de vida y sus valores, pero la gran responsabilidad que ello trae consigo no es, ni mucho menos, baladí ni meramente estética, pues te acabas rodeando de la gente que encarna el modelo que sigues. Casi nada.

Hace unos días, recibí la noticia de que los franciscanos dejarán de tener presencia en la ciudad de Cádiz. Una dolorosa decisión afecta a la orden que fundara san Francisco de Asís en el siglo XIII y que penetró en Cádiz en el año 1566, decisión que pone fin a una histórica relación entre la tacita de plata y los franciscanos y que se basa, fundamentalmente, en la falta de vocaciones.

Cuando una casa franciscana se cierra, una casa de todos se cierra. El mismo día en que recibo esta noticia, me comunican, también, el fallecimiento de un franciscano: el cardenal fray Carlos Amigo, obispo emérito de Sevilla y Tánger, y antiguo provincial de la provincia franciscana de Santiago.

Con estas partidas, y a pesar de ellas, el carisma franciscano no sólo sigue presente en el mundo entero sino que permanece de rabiosa actualidad, alzándose como un testimonio más que necesario de humanidad y de Iglesia frente a los virajes que, en ocasiones, toman nuestras opciones personales en particular y la sociedad en su globalidad.

Vivir el carisma franciscano nos lleva a potenciar el sentido de la desapropiación que nos ayuda a desprendernos de todo aquello que nos sujeta por mera apetencia y nos convierte en esclavos de la necesidad cosificada y efímera del momento particular. La felicidad es una actitud, un camino y un horizonte, no un instante en búsqueda de otro. Esta cuestión, ojo, no es un mero principio programático: les estoy hablando de las inercias de un hombre, san Francisco de Asís, que llegó a traspasar las líneas de combate de la Quinta Cruzada para conversar con Al Kamil, sultán de Egipto, sin más armas que las de la Paz y el Bien.

A ello se une, o por ello deviene, una fe inquebrantable en la paternidad de Dios, la búsqueda de la pureza y la paz del corazón, la minoridad como condición de vida, la observancia del evangelio de Cristo en su Iglesia y la fraternidad universal como regalo. Porque «si Dios puede trabajar a través de mí, puede trabajar a través de cualquiera».

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