Opinión | LAS SIETE ESQUINAS

Pabellón Chino

Pabellón chino.

Pabellón chino. / L. O.

Por qué volvemos a los mismos sitios? ¿Qué buscamos al regresar a unos lugares en los que estuvimos hace tanto tiempo que ya ni siquiera recordamos cuándo fue? ¿Qué secreto atavismo nos impulsa a regresar? Me lo preguntaba el otro día mientras subía por la calle dom Pedro V, en Lisboa, buscando el Pavilhão Chinês. Quien conozca Lisboa habrá oído hablar del Pavilhão Chinês. Este bar, o coctelería, o sala de billar, o pequeño museo de curiosidades, está en el Bairro Alto, en el mismo lugar donde hace muchos había una tienda de venta de café que también se llamaba Pavilhão Chinês. Estuve allí hace muchos años, en un octubre extremadamente lluvioso -en aquella época, el otoño tenía la insólita costumbre de ser lluvioso-, pero me imaginaba que el tiempo habría destruido sin remedio el Pavilhão Chinês, así que ahora, en el número 89 de la rua dom Pedro V, habría un local de venta de móviles o un kebab o un ominoso letrero de Aluga-se, el ‘Se alquila’ portugués.

Mientras subía por la cuesta (en el Bairro Alto todo son cuestas), las televisiones de los bares retransmitían imágenes de los bombardeos sobre Ucrania: Mariúpol destruida, Járkiv semiarrasada, los muertos en las calles de Bucha… Y por supuesto, yo suponía que el Pavilhão Chinês, con sus recargadas vitrinas llenas de estatuillas y figuritas orientales y con su exotismo delirantemente barroco, habría sido borrado del mapa igual que esas pobres ciudades ucranianas. Al fin y al cabo, había una conexión invisible entre ese local recargado y lo que representaban esas ciudades ucranianas destruidas por las bombas: los dos lugares simbolizaban un caduco modelo de civilidad que a duras penas intentaba resistir en un mundo cada vez más despiadado y más salvaje. Y del mismo modo que las hermosas ciudades ucranianas tenían que hacer frente a las agresiones de un ejército de indeseables en manos de un déspota, el Pavilhão Chinês tenía que enfrentarse a los insaciables inversores inmobiliarios y a las vertiginosas subidas de alquiler.

Al llegar al final de la cuesta, fui buscando el local. Recordaba haber aparcado el coche (de alquiler) por allí cerca, en los jardines del Príncipe Real, pero eso fue hace tantos años que era posible encontrar aparcamiento en el Bairro Alto. Seguí las vías del tranvía, examiné los locales del lado izquierdo de la calle, pero sólo logré encontrar dos farolillos vagamente orientales y una valla metálica pintada de color almagre. Nada más. No había letrero ni indicador. Nada. Volví a recorrer aquel tramo de calle, pero aquello era todo lo que podría ser el Pavilhão Chinês. Decepcionado, supuse que mis previsiones pesimistas habían sido confirmadas y que ya nada quedaba de aquel local. Antes de irme, tuve la precaución de preguntar en una boutique de ropa. «¿O Pavilhão Chinês?», me dijo una chica. «Ah, sí, claro, está justo aquí al lado. Pero sólo abren al caer la tarde, a eso de las 6 o las 7, cuando nosotros ya vamos a cerrar».

Estuve a punto de dar saltos de alegría: el Pavilhão Chinês seguía en pie. Y estaba justamente allí al lado, tras aquella valla metálica de color almagre y aquel tejadillo medio oriental y aquellos dos farolillos colgantes. Sólo que ahora había que llamar a la puerta y te abría un adusto camarero que te dejaba entrar (o no). Hace años, cuando estuve por primera vez -y cuando Lisboa se caía a pedazos-, no había que llamar a la puerta porque se podía entrar sin problemas. Desde la calle se oían las risas y los golpes de las bolas de billar. Pero lo importante es que el Pavilhão Chinês había resistido. Cuando volví más tarde, descubrí que la decoración de las cinco salas era mucho más recargada y ostentosa. Habían tapizado los sofás con una fea tela a rayas y costaba doce euros jugar al billar, y la coctelería estaba tan cargada de candelabros y de objetos decorativos que uno podía morir aplastado por una cornucopia, pero allá dentro uno tenía la sensación de que el mundo era un lugar ordenado y seguro. Los precios -creo que ya lo he dicho- eran carísimos, pero me animé a pedir un Porto Flip (que no me gusta demasiado) sólo por sentarme en la barra y por escuchar las conversaciones, en un idioma que no entendí, de los bebedores que estaban a mi lado (suecos, quizá, o en todo caso escandinavos). Allá afuera, en la calle, las televisiones seguían retransmitiendo imágenes de las ciudades ucranianas bombardeadas, y todo indicaba que el mundo, a partir de ahora, iba a ser un lugar mucho más feo e inhabitable e injusto. Pero al menos allá adentro, en la barra del Pavilhão Chinês, nada de aquello parecía posible. El barman preparaba cócteles, los suecos se reían en sus taburetes y la gente jugaba al billar pagando 12 euros por partida. Supongo que esa era la razón que nos impulsaba a volver, sin saber por qué, a los mismos lugares que habíamos conocido hacía muchos años: sólo para engañarnos -o intentar engañarnos- con la idea de que el tiempo no había podido atraparnos. Sólo por eso.

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