Opinión | DE BUENA TINTA

Testeador de test

Una mujer se coloca una mascarilla.

Una mujer se coloca una mascarilla. / L. O.

La trama de la pandemia, si bien es cierto que ha generado drama y hecatombe por encima de cualquier otra cosa, también nos ha aportado conocimiento. Y ello no sólo en relación a los elementos pertenecientes a la mera y aneja instrumentación básica: elementos tales como puedan ser, verbigracia, las mascarillas. Mascarillas que, recuerden, allá por las calendas del dos mil veinte, al no existir una costumbre general y cotidiana de uso, trajeron consigo infinidad de guías de youtube donde, con pedagogía preclara, Coco el de Barrio Sésamo nos indicaba no sólo el arriba y el abajo de las mismas, sino también el anverso e incluso, agárrense, el reverso.

Y es que el españolito medio, oigan, bien puede saber jaquear las entrañas cibernéticas del Mossad, pero la mascarilla, una realidad que afloró sin estarse y sin esperarse, como el general Armada, bien nos cogió a todos con el paso cambiado y carentes de toda didáctica. No obstante, nimia dificultad derivó aquel elemento entre los entramados de una sociedad que, tiempo ha, ya lo aprendía todo a base de tutorial.

Y fue tal que así, casi seguidamente, controlada ya la puesta, que el ser humano, tan suyo como es, tan muerto antes que sencillo, poco tardó en confeccionar mascarillas con variopintos estampados, adamascados, ribetes, bordados y sedas de la India, que hicieran juego con el traje de fiesta, tradicional o sofisticado, tanto en los eventos permitidos como en los furtivos, que haberlos también los hubo.

Pero es que, además, como digo, el acontecer pandémico también nos ha regalado especialización en el uso continuado, personal y hogareño de instrumentales mucho más complejos: tal es el caso de los llamados test de antígenos. Hoy por hoy, pocos nacionales habrá que no cuenten en su haber con, al menos, una docena de lo que inicialmente se nos antojaba como una perturbable y sorpresiva arremetida a través de la nariz y hasta los sesos: un endiñe tal que, mucho más allá de los fines sanitarios, pareciera más bien pretender localizar quién sabe qué oculto botón de reinicio del sistema nervioso, antes que diagnosticar la positividad o la negatividad de la carga vírica.

Aquellas experiencias iniciáticas de desvirgue nasal nos hicieron descubrir a ojos vueltos la verdadera profundidad de tales cauces, mostrándonos que las susodichas entradas de la napia, sendas e incluso ambas, tenían mucho más recorrido que el indagado subrepticiamente por el meñique durante cien años de soledad, meditación, búsqueda o hastío.

Sin embargo, hoy por hoy, a cuenta del uso y el abuso, las interioridades de los vericuetos nasales de la media, lejos de configurarse desde los primitivos parámetros de sus previas e imperturbables estrecheces anatómicas, emergen ya como boquetes de suma holgura en los que, con fluidez y alegría, participando ya de las honduras de un abrevadero para vacas, tanto entra que entra tanto: ya sea en el sentido del afuera como en el del adentro, tal y como ocurría con la doble hoja de la puerta del consabido saloon de las películas del oeste.

Es por ello que la extensa casuística que acontece frente a la ejecución de los test para diagnosticar el Covid nos han configurado como expertos cualificados no sólo en lo que a su proceder atañe, pues ya uno se testea con una mano mientras bate un huevo con la otra, sino también en la comparativa frente a la múltiple oferta de los distintos modelos y marcas: variedades entre las que encontramos tanto varillas finas, elegantes y sutiles, casi invisibles, como rudas brochas de deshollinador, bastas y gordas como gorrinos.

Y es que al principio, recuerden, el cuerpo respondía al encontronazo primerizo con un respingo paralizante que, por sentirse uno ensartado hasta la coronilla, no permitía más movimiento o reacción que la de cerrar los puños y generar dos lagrimones como quesos de bola, mientras que la varilla indagaba e indagaba, segundo tras segundo, para determinar lo que ya afirmara Borges: que el transcurso subjetivo del tiempo tiene mucha más fuerza que el simple devenir cronológico.

A fin de cuentas, justa era la reacción de aquellos que no estábamos acostumbrados ni siquiera a imaginar el nefasto retrogusto de tal intromisión, pues tal que así ya lo amparaba por analogía la indiscutible sabiduría del refranero: «A quien no está hecho a bragas, hasta las costuras le hacen llagas».

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