Opinión | LAS CUENTAS DE LA VIDA

Dialogar con el pasado

La tradición es un diálogo con los muertos que siguen vivos, y, por tanto, siguen conversando con nosotros día tras día. Lo nuevo nace del contacto con ellos: no como imitación, sino como amistad y encuentro, y a veces también -aunque parezca contradictorio- como desencuentro creativo. El Renacimiento miró a Grecia y a Roma; Manet -y Goya-, a Velázquez; Tiepolo, al Veronese. En música, Bruckner es Palestrina y Bach tanto como Wagner, es decir, el medioevo y la modernidad. Mozart homenajeaba a Bach en sus composiciones -recuerden la fuga en la obertura de La flauta mágica- y Bach aprendía de los italianos -Vivaldi, Marcelo…-. El arte y la cultura nos hablan de la originalidad a través de los siglos, pero mucho más de la intimidad del alma. Platón decía que pensar es hablar con uno mismo, lo cual subraya la importancia de ese ‘uno mismo’. Quiero decir que, sin contenidos previos -sin una escuela que eduque en el saber, en los contenidos- y sin una sensibilidad cultivada en la lectura lenta de aquellos que son mucho más que nosotros, de bien poco vamos a poder conversar. El arte y la cultura reflejan un respeto hacia el pasado que va mucho más allá de la tan pregonada creatividad en el vacío o del edenismo ingenuo. No hay literatura ni arte sin tradición, del mismo modo que ninguna cultura se sostiene mirando sólo hacia el pasado y olvidando el polo magnético del futuro. Frente a las larvas espectrales de la ideología, que niega la realidad para convertirnos en abstracciones apegadas a emociones sin educar, el gran arte es pura realidad; aunque realidad trascendida.

Dicen que traditio significaba en latín «transmitir» o «entregar» y, lógicamente, sin esa transmisión ninguna sociedad subsiste. Nos educamos y vivimos dentro de marcos culturales a los que podemos denominar tradiciones vivas. Recibimos una lengua y una religión -aunque sea una religiosidad atea-, una nacionalidad y una historia, unos relatos familiares, una gastronomía y unos hábitos de convivencia a los que llamamos costumbres. Tocqueville, el gran teórico de la democracia, sostenía que -para el progreso de un país- mucho más importante que las leyes y las instituciones es el tono cultural, a saber, sus virtudes y sus costumbres, la calidad de su debate público y de sus escuelas, la responsabilidad de sus elites, y el respeto a la propiedad y a la libertad. Seguramente es así, porque -al final del camino- el funcionamiento real de las instituciones se asemeja mucho a la cultura de un lugar, que es como decir a sus tradiciones más arraigadas.

Mirar con melancolía a España supone preguntarse qué ha ocurrido con nosotros. ¿Por qué en las escuelas hemos despreciado el conocimiento y en la calle, la cultura? ¿Por qué, si somos herederos de una tradición que aspiraba a superar los desencuentros y los errores cometidos en los dos últimos siglos, hemos decidido retornar al campo de las batallas identitarias? No hay respuesta o al menos yo no la conozco, fuera del peso de la historia y de nuestra aparente incapacidad por dialogar de una forma civilizada con ella. Aprender del pasado es la mejor forma de enriquecer el presente, y eso exige hacer del desencuentro y de la discrepancia un motivo renovado para la vida en común de los diferentes.

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