Opinión | SOL Y SOMBRA

Cursilería

La palabra cursi no tiene traducción exacta a otros idiomas si no obedece a una conducta específica allí donde resulta imposible traducirla. Sin embargo, aquí y en las actuales circunstancias lo cursi se expresa a las mil maravillas con las ventoleras del idioma. Por ejemplo, cuando el locutor en la retransmisión de un partido de fútbol habla del verde en vez de el césped, como ha ocurrido durante lustros para referirse al terreno de juego, está incurriendo en la cursilería.

Cursi es aquel que presume de lo que no es. Muchas veces de poseer la finura que no tiene y admira, y casi siempre de saber lo que no sabe, pretendiendo, además, distinguirse. La cursilería se adapta a las modas y a los tiempos, y dependiendo del año y de la estación puede encarnarse de manera distinta. El cursi «se reinventa», algo que, asimismo, resulta también extremadamente cursi. En la actualidad encuentra su principal aliado en el narcisismo, que es uno de los males de nuestra era. No quiere decir esto que todos los narcisistas sean cursis, pero sí que la cursilería halla entre los ególatras un filón inagotable.

El cursi, mayormente, es puro y desinteresado, su principal objetivo no es amasar poder, riquezas e influencias, existe por el mero hecho de existir, como decía el duque de Bedford a propósito de los esnobs. Lo que pasa es que en este momento en el que muchos se han puesto a trepar de manera abrupta por el idioma español, mientras otros le niegan el 25 por ciento, la cursilería se ha vuelto antipática y se encuentra donde antes ni siquiera se buscaba, pongo por caso en expresiones inocentes y estúpidas como «hay que salir de la zona de confort». Los nuevos libros de texto de la ley Celaá, por lo que he ojeado, además de burricie divulgan una cursilería infantiloide insoportable cuando, entre otras perlas cultivadas, ofrecen como reflexión si el Mar Menor puede tener los mismos derechos que una persona.  

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