Opinión | BAJO EL PUENTE DE HIERRO

Antonio Agredano

Perder el miedo

"Amo amarte, bebé", cantaba Donna Summer. Es traducción libre del ‘I love to love you, baby’, ese dulcísimo caliqueño bailable y wah-wah de los setenta. Quiero creer que el bebé reguetonero es heredero del baby bluesero. Que nadie inventó nada, que todos estamos sumergidos hasta la cintura en el mismo río. Es responsabilidad de todo hijo sacar de quicio a sus padres. Es obligación de todo padre bajar el volumen de los altavoces de sus hijos y decirles, con bronco convencimiento: «Esto no es música». Avanzamos así y está bien. En el Primark venden camisetas de Nirvana. Cuando Kurt Cobain vivía, nos las hacíamos escribiendo el nombre de su banda con lejía en camisetas negras. Donna Summer canta una verdad: Amar estar enamorado no es lo mismo que amar a otra persona. Es tan fascinante el viaje que olvidamos el destino. Miramos obnubilados el barco, pero perdemos de vista el horizonte. Son afectos umbilicales y breves. Pasa, como todo, imperceptible y tenaz, como un batallón de hormigas. Hay personas que se quedan prendadas de sí mismas cuando aman. Puedo entenderlo. Es algo maravilloso sentir ese relámpago celeste que nos atraviesa las entrañas. Pero amar debería ser, sobre todo, desprenderse. Perderse en la noche. Amanecer en un descampado ajeno. Escuchar. Confiar. Ser un desconocido para uno mismo. Negar el yo, zambullirse con frenesí estival en una vida ajena, dorada, profundísima.

Me comprometí a hablar del arrepentimiento. Lo llevo con honor. Cuando cierras los puños se emblanquecen los nudillos, cuando cierras los ojos ves coreografías luminosas, cuando sientes culpa duelen las rodillas y el corazón. Amar en vano. Es difícil de contar. Una luz roja y otra azul en la estación. He sido parte de muchas vidas. Ya no tengo apetito por las bienvenidas. Por el abrazo de carne. Hay dolores impredecibles, hay finales buscados, hay una larguísima senda en torno a la nada. Es indispensable cambiar de dirección a veces. Hacer girar el mundo como a los muñecos del futbolín. No todas las derrotas son dignas. La pelota sale disparada hacia cualquier parte. El gol deja de ser importante, ya solo queremos divertirnos, despreciar las normas, estrujar el juego. Siempre temí las vidas ordenadas. Deneuve tenía una canción llamada «Perder el miedo a no vivir en calma». He tardado veinte años en comprender aquella letra que tarareaba despreocupado mientras repasaba las notas con el bajo. Un Fender Jazz Bass que ya vendí. No hay mayor poder que el de ser conscientes de que habitamos un hermosísimo desastre. Que caemos y trepamos. Que no será fácil, que no será difícil, que simplemente será.

Estamos atrapados en una función escolar de fin de curso. Giramos con torpeza sobre un escenario que tiembla. Nos observan con ternura y condescendencia. Miramos a nuestro alrededor y vemos a otros bailando aún peor. Los quiero a todos. A la que se muerde el labio inferior. Al que mira fijamente los focos. A la que no tiene ritmo. Al que sobreactúa fascinado con su equilibrio. A la que llora inesperadamente. Al que se abraza asustado a otro compañero. La música sigue. Una maestra intenta desesperadamente que mantengamos el orden a un lado del escenario. Pero somos un caos lúdico. Somos el refugio de la intrascendencia. Cuando pare la canción, estallaremos en aplausos. Es una ovación oscura la muerte. Vivimos, ya se me antoja suficiente. Cargamos los errores y los amores y las cosas que pudieron ser. Vivimos, ya es un camino, las gomas partidas por borrar con demasiada fuerza, dos iniciales y un corazón en la página final de un cuaderno, bicicletas pinchadas, sillas que parecen monstruos en la madrugada. Amar es un viaje de dentro hacia fuera. Cuando pare la música, apaga las luces. Cuando pare la música, sácame de aquí, astillemos nuestros esternones como cérvidas cornamentas, bésame como si se extinguieran los veranos. Ya no tengo miedo. Ya he aprendido a no vivir en calma.

Suscríbete para seguir leyendo