Opinión | TRIBUNA

El perro de mis vecinos y yo

"Vía láctea", de Nico, uno de los cuadros favoritos de su abuelo

"Vía láctea", de Nico, uno de los cuadros favoritos de su abuelo

Quién me iba a decir que acabaría como el perro de mis vecinos. Hace unas semanas murió la señora de al lado y desde entonces, el animal, perdida la compañía de la mujer y siempre esperando a que llegue del trabajo el hijo que la ha sobrevivido, no deja de alternar el ladrido, el llanto y la queja ronca, en ese orden. No crean que el perro me cae especialmente bien (una vez la señora me pidió ayuda para medirle un mueble y su escudero, menos mal que no es muy grande, saltaba para tratar de abalanzarse sobre mí), pero ahí estaba yo, compadeciéndome del destino del vecino de cuatro patas. La semana pasada, falleció mi padre y yo, en vez de ladrar y llorar hasta quedarme ronco, tuiteé una cosa: «Ha fallecido mi padre. Se lo hemos explicado a mi peque. Nico ha dicho: ‘El abuelo se va a encontrar en el cielo con Picasso y le va decir: Mi nieto dibuja mejor que tú’. Primera risa en días. La vida continúa». Lo escribí porque así fue: mi padre era el fan número 1 de mi hijo, de 5 años, un peque al que siempre le ha interesado lo picassiano (desde que le contara que el hombre nació muy cerca de donde vivimos nosotros) y que siempre se reía y saltaba cuando le enseñaba un dibujo suyo al abuelo y éste le felicitaba con orgullo. Y ésa fue la reacción de Nico, mi hijo, cuando su madre le explicó qué es la muerte y qué iba a suponer para él. Hoy, el tuit tiene 173.000 me gusta, 7.000 retuits y 416 tuits citados, lo cual no significa nada, que ha sido una de esas cosas virales de las que hay 20.000 al día, sucediéndose, alternándose sin parar, en un hit parade sin final. Aunque quizás sí signifique algo.

Como mucha de las cosas que he hecho después del fallecimiento de mi padre, no sé por qué estoy escribiendo esto. Tampoco sé por qué tuiteé aquello. Quizás para intentar driblar todo lo que se me venía entonces encima, esa montaña pesadísima que te aplasta a cámara lenta. Lo publiqué para permitirme un segundo desdramatizador que no cayera en el olvido, para dejar constancia, más allá del recuerdo, de la respuesta de Nico, asociar algo ocurrente e inocente a la muerte de mi padre. A los pocos minutos, primero los conocidos y después los extraños absolutos, empezaron a darle al me gusta, a retuitear y a escribirme. Me agobié un poco, no me siento demasiado cómodo en el territorio de los sentimientos, de expresar y compartir emociones, y deseé no haber tomado aquella decisión que en realidad se tomó ella misma.

Personas a las que no conocía de nada se solidarizaban con mi dolor, piropeaban a mi hijo, me contaban anécdotas sobre abuelos y nietos; curiosamente, la mayoría reaccionaban con emojis llorando o palabras como «mira que hoy yo no quería llorar». Así que ahí estaba yo, alguien que apenas ha sabido dirigir y controlar su aparato emocional, siendo una especie de catalizador sentimental de miles de personas. Por supuesto, para no faltar a la tradición, yo quería aportar un alivio relativamente simpático al hecho de la muerte pero terminé haciendo llorar a un montón de usuarios hispanoparlantes de Twitter. Menuda broma.

Por supuesto, no faltaron los otros desconocidos, los que saben que, en realidad, la reacción de mi hijo es un invento (si es que tengo un hijo) y que detrás del tuit está mi decidida ambición de clickbaits; también se asomaron los que sentencian que mi padre no iba a encontrar jamás en el cielo a Picasso, habida cuenta de las fechorías del pintor con las mujeres (un asunto muy relevante y apropiado para quien había perdido a su padre, al abuelo de su nieto, hace unas horas). Creía que me iba a enfurecer o a hundirme, o las dos cosas a la vez, pero, en absoluto: inauguré, sin contemplaciones, como la película, fríamente sin motivos personales, mi lista de bloqueados en Twitter (por cierto, sigue engordando y me siento feliz de haber creado un grupo online de personas que seguro se llevan a las mil maravillas).

Esta historia, claro, no tiene un final feliz: mi padre sigue muerto, mi hijo me pregunta de vez en cuando «¿Entonces no voy a poder jugar con el abuelo nunca más?» y las menciones y comentarios de conocidos y desconocidos al tuit (todos agradecidos de corazón, por supuesto) no me han hecho ver la luz, ni abrirme más a los demás ni ser una persona de mayores habilidades emocionales. Sigo igual, el cenutrio de siempre sólo que sin mi padre y con un tuit con 173.000 me gusta, 7.000 retuits y 416 tuits citados. Aunque, me da vergüenza confesarlo, la verdad, a veces siento una cierta satisfacción por haber conseguido algo, no sé qué ni para qué.

La otra noche, escuchando llorar al perro del lado, cogí el móvil y le mandé un whatsapp a Juan Ramón, mi padre. «Papá, te quiero muchísimo». Mi ladrido, mi llanto, mi queja ronca, supongo. Otra cosa conscientemente inútil y sin sentido de las que no he dejado de hacer desde que murió mi padre. Al día siguiente, trasteando en el teléfono, mi hijo, siempre cotilla, miró que en mi lista de chats de whatsapp estaba su abuelo (él solía escribirle mensajes, intercambiaban audios, fotos, dibujos). Y me preguntó: «¿Le has escrito al abuelo?». Avergonzado de alguna manera, le mentí, le dije que no. Otra pregunta: «¿Pero el abuelo se ha llevado el móvil?». Le respondí: «No, no, la gente no se lleva el móvil cuando muere». Nico: «Claro, porque entonces al abuelo se le caería el móvil y me daría en la cabeza». Pues eso, como escribí en el tuit, la vida continúa. Ahora me toca irme con el peque al restaurante imaginario que ha montado en su cuarto a ver qué nos ha preparado para almorzar.